El Sol del Bajío, Celaya, Gto. Domingo
4 de enero 2015
LOS OTROS
REYES MAGOS
“Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid,
benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la
fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me
disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me
cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.
Entonces los justos le responderán diciendo: Señor,
¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber?
¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O
cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?
Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que
en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo
hicisteis.”
Mateo 25:34 La Biblia.
Ya se escuchan los pasos de
camellos, elefantes, caballos y uno que otro asno de carga. Vienen cargados de
regalos para los niños de todo el país. Algunos presentes serán muy vistosos,
otros muy útiles, y habrá los que sólo se puedan comer, obteniendo una efímera
felicidad, pero muy provechosa al cuerpo. Esos reyes magos, los del diario
subsistir con un mísero salario, los que se levantan temprano a realizar los
trabajos que les permitirán llevar alimento a sus casas, si es que la tienen,
esos, digo, son los reyes magos que necesitamos. A ellos, estén donde estén,
les saludo con toda admiración. Mientras tanto, los reyes tradicionales, los
que vienen cruzando el mundo desde hace siglos, vienen a México cada año en una
especie de deporte extremo. Supongo que el miedo que tenemos todos los
ciudadanos comunes no se aplica en su caso. Ellos pueden pasar por retenes de
carretera sin ser vistos, sortear a las bandas de criminales que surgen por
todos lados, escapar a los levantones, sobrevivir sin volverse estadística
oficial.
Todos
estos reyes, magos, malabaristas y supervivientes, harán lo imposible por
colocar lo que sea entre los zapatos de los pequeñines, quienes, con su
inocencia, transformarán este México tan abatido en un país de fantasía. Al
menos por un día. Dios bendiga a los niños, quienes aún pueden sonreír y mirar
al mundo con ojos de esperanza, por ellos debemos hacer de este planeta, de
esta ciudad de Celaya, un mejor lugar para vivir. Si conoces algún pequeño que
necesite un poco de esperanza a través de un regalo, no lo dudes, tú puedes ser
ese cuarto mago.
Julio
Edgar Méndez
EL
CUARTO REY MAGO
Cuenta
la tradición que los reyes magos viajaron desde el lejano oriente, guiados por
una estrella, y cargados con regalos para ofrecer al Mesías que nacería en
Belén. Los nombres que tradicionalmente se utilizan sólo son tres: Melchor,
Gaspar y Baltasar, quienes llegaron a tiempo al pesebre donde nació Jesús y
entregaron los regalos que traían para adorarlo: Oro, incienso y mirra.
Sin
embargo, pocos saben que en realidad eran al menos cuatro los magos que
debieron haber llegado aquella noche a Belén, pero, ¿Qué pasó con el cuarto rey
mago?
Artabán
era el nombre del rey que jamás conoció a Jesús. Su historia se encuentra en
algunos textos antiguos que dan cuenta del largo camino que recorrió buscando a
Jesús para entregarle el regalo que debió haberle obsequiado la noche en que
nació. Artabán y los otros magos, habían hecho planes para reunirse en alguna antigua
ciudad de Mesopotamia desde donde iniciarían el viaje que les llevaría hasta
Belén para adorar al Mesías judío. El cuarto rey mago llevaba consigo una gran
cantidad de piedras preciosas para ofrecer a Jesús, pero cuando viajaba hacia
el punto de reunión encontró en su camino a un anciano enfermo, cansado y sin
dinero. Artabán se vio envuelto en un dilema por ayudar a este hombre o
continuar su camino para encontrarse con los otros reyes. De quedarse con el
anciano, seguro perdería tiempo y los otros reyes le abandonarían. Obedeciendo
a su noble corazón, decidió ayudar a aquel anciano. El tiempo había pasado y en
el punto de reunión ya no encontró a sus tres compañeros de viaje. Decidido a
cumplir su misión, emprendió un largo camino sin descanso hasta Belén para
adorar al niño, pero al llegar, Jesús había nacido y José y María estaban rumbo
a Egipto, escapando a la matanza ordenada por Herodes. Artabán emprendió
entonces un viaje en el que, por donde quiera que pasaba, la gente pedía su
auxilio, y él, atendiendo siempre a su noble corazón, ayudaba sin detenerse a
pensar que el obsequio de piedras preciosas que cargaba, poco a poco se reducía
sin remedio. En su andar, Artabán se preguntaba: ¿Qué podía hacer si la gente
le suplicaba por ayuda? ¿Cómo podría negarle ayuda a quien la necesitaba? Así
pasaron los años y en su larga tarea por encontrar a Jesús ayudaba a toda la
gente que se lo solicitaba. Treinta y tres años después, el viejo y cansado
Artabán, llegó por fin a donde los rumores le habían llevado en su larga
búsqueda por Jesús. La gente se reunía en torno al monte Gólgota para ver la
crucifixión de un hombre que, decían, era el Mesías enviado por Dios para
salvar las almas de los hombres. Artabán no tenía duda en su corazón, aquel
hombre era a quién había estado buscando durante todos esos años. Con un rubí
en su bolsa y dispuesto a entregar la joya pese a cualquier cosa, Artabán
encaminó sus pasos hacia aquel monte, sin embargo, justo frente a él apareció
una mujer que era llevada a la fuerza para ser vendida como esclava para pagar
las deudas de su padre. Artabán la liberó a cambio de la última piedra que le
quedaba de su vasto tesoro. Triste y desconsolado, nuestro cuarto rey mago se
sentó junto al pórtico de una casa vieja. En aquel momento, la tierra tembló de
forma brusca y una enorme piedra golpeo la cabeza de Artabán. El temblor aquel
anunciaba la muerte de Jesús en la Cruz. Moribundo y con sus últimas fuerzas,
el cuarto rey imploró perdón por no haber podido cumplir con su misión de
adorar al Mesías. En ese momento, la voz de Jesús se escuchó con fuerza: Tuve
hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me
vestiste, estuve enfermo y me curaste, me hicieron prisionero y me liberaste.
Artabán, agotado, preguntó: ¿Cuándo hice yo esas cosas? Y justo en el momento
en que moría, la voz de Jesús le dijo: Todo lo que hiciste por los demás, lo
has hecho por mí, pero hoy estarás conmigo en el reino de los cielos.
LA
NIÑA DE LOS FÓSFOROS
Hans
Christian Andersen
¡Qué
frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la
noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la
calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al
salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas
zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan
grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches
que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de
encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría
servir de cuna el día que tuviese hijos. Y así la pobrecilla andaba descalza
con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo
delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el
santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo;
volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la
pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos
hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir. En un
ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el
suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible,
pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a
casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su
padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba
el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos
con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de
frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno
solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno:
«¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una
lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la
pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y
campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba
tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se
extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto
de la consumida cerilla en la mano. Encendió otra, que, al arder y proyectar su
luz sobre la pared, volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña
pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta
con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba
deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el
pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un
cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel
momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared.
Encendió
la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo
árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última
Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante.
Millares de velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas
estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó
los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se
remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas
del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela
de fuego.
«Alguien
se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había
querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho:
-Cuando
una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó
una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció
la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
-¡Abuelita!
-exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se
apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol
de Navidad.
Se
apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su
abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca
la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y,
envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el
vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo.
Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero
en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las
mejillas y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del
Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado
con sus fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo. «¡Quiso
calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni
el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la
gloria del Año Nuevo.
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