Sol del Bajío, domingo 14 de diciembre, Celaya, Gto.
DIEZMO DE PALABRAS
NOCHES
FRÍAS
Diciembre
es un mes frío. O eso dicen. La verdad es que depende del lugar donde nos
encontremos. Celaya es una zona relativamente templada. Aunque por las noches
la temperatura llega a veces hasta grados de congelación. Pero en la literatura
el frío es personaje principal. Se cuentan algunas historias que dejan frío.
Como los sustos. O la tristeza de perder a algún ser querido en manos de quiénes
deberían protegernos. Todo por mantener un control político que a claras luces
ya nadie desea. Pero eso es otra historia de terror. Lo que tenemos en esta
página es la colaboración de tres compañeros quiénes escriben literatura
infantil y juvenil. Uno de los medios para motivar a la lectura a los futuros
ciudadanos, es poner en sus manos historias interesantes. Curiosamente el
suspenso es uno de sus temas favoritos. Paola
Klug, quien escribe cuentos basados en tradiciones mexicanas, nos presenta un personaje
muy importante a quien seguramente todos hemos visto alguna vez. Estrella
Méndez nos relata la historia de un pequeño gato y Julio Edgar Méndez nos
ofrece una historia que a cualquier niño le ha pasado. Un poco de suspenso para
compartir con la familia en estas noches frías.
EL
SEÑOR CORTEZA
Paola
Klug
Seguramente
todos han escuchado alguna vez esa historia que dice que los juguetes cobran
vida cuando no los vemos, y al amanecer o, cuando sienten que pueden ser
descubiertos, toman de nuevo su forma original y se quedan quietos, justo en el
mismo lugar en donde fueron dejados. Yo no sé si esa historia sea real, pero la
que les voy a contar ahora lo es y no se trata de un muñeco, sino de un
chaneque al que llamaré, Señor Corteza.
Para
quienes no sepan que es un chaneque les diré que se trata de los pequeños
duendecillos originarios de México, ellos andan entre los maizales y los
montes, igual que entre las ruinas, las barrancas, las montañas, ríos y
puertos. Los chaneques, como todos sus familiares repartidos en lo largo y
ancho del mundo, tienen fama de hacer travesuras y de no tener muy buen humor
cuando son descubiertos. Yo me encontré con el Señor Corteza por casualidad, y
digo casualidad porque ninguno de los dos esperábamos encontrarnos, pero ésta,
como todas las historias debe tener un inicio, así que empezaré por allí.
Ayer,
un par de horas antes de que cayera la tarde, fui a caminar en el campo. La luz
dorada del sol estaba bañando los maizales y las ramas largas del laurel que
caían como cascadas sobre su tronco. La niebla había empezado a bajar muy
lentamente desde los cerros y los pequeños montes que nos rodean, las sábilas,
las flores silvestres y algunos nopales fueron los primeros en cubrirse con
ella.
Mis
pies se hundían entre la tierra negra, mi caminar era lento y un poco pesado
entre los surcos espirales que habían llenado todas las parcelas. Caminé entre
los bordos, junto a los guayabos, los eucaliptos y el cedro blanco cuando algo llamó mi
atención. A unos cuantos metros de distancia, entre las matas de zacate rosa y
la paja algo se movía arrebatadamente. Al principio creí que era una serpiente
atrapando una rata de campo, o quizá uno de los sapos que se bañan cada noche
entre la acequia pero no, se trataba de algo completamente diferente…
Caminé
lo más pronto que pude e hice lo posible por no hacer ruido, fue allí cuando
mis ojos se toparon con los del Señor Corteza por primera vez. Su cuerpo era
pequeño y rugoso, como la textura de un árbol, sus ojos eran grandes y del
color naranja que a veces tiene el atardecer; el diminuto pie del Señor Corteza
estaba atrapado debajo de una piedra. ¡Se movía tan fuerte porque no podía
escapar! Me miró con miedo –el estigma del ser humano- lanzó un pequeño grito
que retumbó en mi cabeza y me hizo taparme los oídos y allí, enfrente de mí,
tomó la extraña forma de una raíz y dejó de moverse por completo. No voy a
negar que sentí mucho miedo, pocas veces tiene uno la oportunidad de
encontrarse con los chaneques de esta forma y pocas veces estos encuentros
terminan bien, sin embargo algo dentro de mí me hizo seguir hacia adelante,
justo donde estaba él. Lo miré con atención, sabía que detrás de esos huecos en
la madera sus ojos naranjas me veían y que detrás de esa mueca en su boca
terrosa quizá había un poco de esperanza por no salir dañado. Me presenté con
él y le prometí no provocarle ningún otro inconveniente. Tomé la piedra en la
que estaba atrapado y la coloqué a su lado con mucho cuidado tratando de no
lastimar más su pie. La expresión del Señor Corteza no había cambiado, pero
algo en el ambiente sí. Los rayos del sol dorados me parecieron más cálidos, el
aire que silbaba entre la ceiba más fresco, los maizales danzaban de una forma
diferente…
Me
alejé lo más rápido que pude para darle
espacio al Señor Corteza. Me senté sobre una piedra en el otro extremo de la
parcela y prendí un cigarro; el zacate rosa volvió a moverse pero de una manera
mucho más sutil. Preferí girar la cabeza hacia el otro lado para dejarlo
desaparecer con calma, después de todo aun tenía un pie lastimado. Cuando todo
el movimiento cesó, regresé al mismo lugar adonde lo había encontrado. Solo
hallé la piedra y un pequeño zapatito hecho con musgo que decidí plantar en el
mismo lugar con la esperanza de cosechar el próximo otoño un hogar para los
nuevos chanequitos que nazcan en el campo…
PURR
Estrella
Méndez Méndez
El
velador se estremeció ante el viento frio que pareció colarse entre las
rendijas de su grueso abrigo para tocarle con manos heladas. Elevó su lámpara
iluminando los pasillos oscuros de ese viejo cementerio. Hacía mucho tiempo ya
que su corazón no brincaba ante cada murmullo o sombra que percibía en las
noches tan lúgubres como ésta. Levantó la mirada cuando las nubes se abrieron,
dejando ver una gran luna roja tiñendo de tonos rosados todo el pálido mármol
del sitio. La caja que traía entre sus manos se estremeció un poco ante aquel
efecto y, a pesar de la costumbre, en noches así, incluso alguien como él
sentía su corazón estrujarse con una sensación intranquila. Echó andar con paso
firme, intentando ignorar las sombras que se deslizaban sobre las tumbas, o los
sonidos de pasos detrás de él como si alguien lo siguiera. Todo eso era normal,
se decía una y otra vez; no era más que el viento, se repetía. Sus pies lo
llevaron ante una tumba en particular, en la cual siempre hacía una escala
antes de ir a dormir a su cabaña, era una hermosa lápida con una escultura de
un ángel con las manos extendidas como
pidiendo un abrazo. Sintió su corazón latir un poco más tranquilo al verla y,
con calma, dejó la caja a los pies de esa estatua al mismo tiempo que hizo un rezo
silencioso y se retiró sin mirar atrás. Una pequeña cabeza asomó desde la caja.
Un gatito negro, de ojos rojos, observó curioso a su alrededor y elevó la
mirada cuando una silueta pálida se detuvo frente a su caja. Unas pequeñas
manos blancas se inclinaron para recogerle en brazos, el felino ronroneó
frotando su cabeza contra esa delicada figura sin percibir su frialdad, estaba
tan fría como él.
El
velador se detuvo bruscamente unos metros más adelante al escuchar un ronroneo
seguido de una risa infantil; se volvió rápidamente y se le congeló la sangre
al ver a una pequeña niña, de pie, frente a la tumba. No tendría más que unos
ocho años, cabellos claros mecidos por el viento, con un sencillo vestido color
crema y los pies descalzos que abrazaba con cariño al gatito negro. Apenas
abrió los labios, tomando aire para hablarle, pero en medio de un parpadeo la
niña y el gato habían desaparecido. Iluminó
los alrededores buscándolos, pero no los encontró; la luz de su linterna enfocó
la caja que había dejado junto a la tumba, no esperaba movimiento alguno.
Dentro de ella sólo se encontraba ese pequeño gato que había encontrado muerto
en la entrada del cementerio envuelto en unos trapos sucios. Sacudió su cabeza
pensando en lo que había visto. Decidió que en la mañana enterraría el pequeño
cadáver, por lo visto había encontrado un buen lugar. Siguió su camino de
regreso a su cuarto de velador y no quiso mirar hacia atrás de nuevo, no por
esa noche al menos, ni siquiera cuando volvió a escuchar esa suave risa, un
purr apenas audible y un ronroneo en el viento.
LA
SOMBRA
Julio
Edgar Méndez
Una
noche, muy noche, me desperté porque sentí que alguien me estaba mirando. Mi
cuarto estaba oscuro, pero había un poquito de luz porque la cortina era de
tela delgada y afuera en la calle había un focote que duraba prendido hasta la mañana.
En mi silla del escritorio que usaba para hacer las tareas, estaba sentada una
sombra. Iba a gritar del susto, pero de mi garganta sólo salió un chillido como
de ratón, una especie de soplidito rasposo, y eso que siempre he dicho que yo
no tengo miedo de nada. Pero fue tanta la sorpresa, que me quedé como
congelado.
La
sombra no se movía de su lugar, le gustaba la silla o estaba cansada. No hacía
ruido tampoco. Sólo estaba ahí, supongo que los fantasmas también descansan a
veces. A la mejor lo pesqué dormido, o esta sombra o zombi o lo que fuera, se
aburrió de esperar que yo despertara para asustarme. Pero de todos modos hizo
bien su chamba porque yo estaba muy espantado.
Ese
día me la había pasado jugando fut en la calle con mis vecinos, ya estábamos de
vacaciones, así que jugamos hasta la noche. Nada más entramos a nuestras casas
a comer y volvimos a salir a jugar hasta que nos dolieron los pies y la cabeza
de tantos balonazos. Mi mamá me obligó a bañarme antes de dormir y no me dejó
ver la tele porque ya era muy noche. ¿Y qué? Jejeje, mi hermana mayor me había
regalado un celular con el que entraba a internet sin que mi mamá se diera cuenta. Después del
baño y la cena, me fui sin hacer bronca a mi cuarto. Me metí al Facebook con mi
cel y me puse a subir memes de puras vaciladas junto con mis amigos. Ni
recuerdo a qué hora me dormí, pero debió ser después de la una o dos de la
madrugada porque a esa hora ya subían puras cosas raras al feis.
La
sombra seguía quieta. Quería moverme pero no quería avisarle que ya estaba despierto.
Quería ir al baño, me andaba de la pis, ya sentía que se me salía. La última
vez que me hice pipí en la cama mi mamá me puso a lavar el colchón y las
cobijas, así que ya me aguantaba hasta que salía corriendo al baño con los ojos
todavía medio cerrados, pero ya no me hacía en la cama. Pero esta vez mi mamá
se iba a enojar muchísimo porque yo ya sentía que iba a orinar como cien litros
de pipí. Maldita sombra, no sólo me daba miedo, me estaba dando coraje no poder
pararme, ni gritarle a mi hermana para que me ayudara.
La
figura de la sombra no era muy grande y estaba dormida de lado, con la cabeza
medio caída, como yo cuando voy en el bus y me aburro y mejor me duermo. Una
vez desperté con la boca llena de baba y pegado al hombro del señor que iba en
el otro asiento, lo bueno fue que no se dio cuenta de que le dejé llena de
saliva la manga de su camisa. Y la sombra seguía ahí, como sombra.
El
miedo es como un bumerang, no importa cuántas veces lo alejes de ti, siempre
regresa. Me daba cuenta de que a lo mejor la sombra me visitaba todas las
noches o al menos varias veces, pero como yo dormía como tronco no la había
visto antes. Había algo familiar en su aspecto. Poco a poco los colores se
distinguían y ahora ya no era toda negra, ni gris. Era parte azul, parte
naranja. Extraño, sólo la cara seguía en la oscuridad total. Tenía un sombrero
o gorro medio caído, por eso daba la impresión de estar descansando con la
cabeza de lado. Mi cabeza dejó de retumbar, porque antes escuchaba un millón de
tambores sin ritmo. Y eso que en mi clase de batería todos nos poníamos a
molestar al maestro tocando al mismo tiempo sin seguir la pauta. Pues esto se
escuchaba mucho peor. Pero cada vez menos. Tragué saliva, ya pude respirar con
más calma. Empecé a perder el miedo. Ya se distinguían más cosas de mi cuarto.
Los posters de rockeros y superhéroes. Las puertas del closet, como siempre,
abiertas y con la ropa saliéndose como con ganas de huir para que no le diera
la vida que le doy. Toda manchada, rota de las rodillas y los codos. Y no por
vieja, sino porque no me dura ni dos semanas lo que me compran. La sombra se
veía menos amenazante. ¿Qué hora sería? Mi cel estaba sin pila, me daba flojera
cargarlo. Ni idea. Ya se oían otros sonidos, no supe si el perrito cachetón de la
vecina había ladrado todo el tiempo o sólo ahorita que lo escuchaba. Ese perro
ladraba todo el tiempo. La vecina decía que era porque tenía muchas cosas que
decir pero nadie le entendía. Yo digo que lo lleve al sicólogo, o al bar, dice
mi papá que por eso va con sus amigos al bar, que porque sólo ahí lo escuchan.
Mi mamá se enoja y le pregunta que de qué quiere platicar, que platique con
ella. Él le contesta que no, que hay cosas que sólo se hablan entre los hombres
y me guiña un ojo. ¡Sepa la bola¡ Yo con mis amigos hablo de juegos de video o
de música, y a la mejor tiene razón, ni modo que hable con mi mamá de mis
bandas favoritas, ni las conoce.
La
sombra no se movía. Yo empecé a sentir que mis piernas y brazos estaban listos
para moverse, saltar, correr, lo que fuera. Moví la cabeza, ya podía respirar y
seguro también hablar o gritar. Pero ya no tenía miedo. Esta vez el bumerang no
regresó. Estaba comenzando a enojarme. Si esa sombra era un fantasma, más le
valía desaparecer rápido porque empecé a bajar de la cama despacito, debajo
tenía un bate de beisbol que me regaló mi tío Carlos. Me dijo que si no me
gustaba el beis, al menos me serviría para alejar las pesadillas, que lo
guardara debajo de mi cama. Esta era la primera vez que iba a alejar a algo a batazos.
Lo que fuera. Ya me había hartado, ni se movía para asustarme ni se largaba. Me
puse mis lentes y todo el panorama se aclaró.
Desde
entonces me he vuelto más ordenado. Doblo mi ropa en el closet y cierro bien
las puertas. Ya no dejo todo botado sobre la silla. En otra de esas se me
vuelve a aparecer la sombra fantasma, que no fue otra cosa que toda mi ropa
hecha bolas. Y yo que hasta terminé con la cama orinada.
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