domingo, 14 de diciembre de 2014

NOCHES FRÍAS

Sol del Bajío, domingo 14 de diciembre, Celaya, Gto.
DIEZMO DE PALABRAS


NOCHES FRÍAS
Diciembre es un mes frío. O eso dicen. La verdad es que depende del lugar donde nos encontremos. Celaya es una zona relativamente templada. Aunque por las noches la temperatura llega a veces hasta grados de congelación. Pero en la literatura el frío es personaje principal. Se cuentan algunas historias que dejan frío. Como los sustos. O la tristeza de perder a algún ser querido en manos de quiénes deberían protegernos. Todo por mantener un control político que a claras luces ya nadie desea. Pero eso es otra historia de terror. Lo que tenemos en esta página es la colaboración de tres compañeros quiénes escriben literatura infantil y juvenil. Uno de los medios para motivar a la lectura a los futuros ciudadanos, es poner en sus manos historias interesantes. Curiosamente el suspenso es uno de sus temas favoritos.  Paola Klug, quien escribe cuentos basados en tradiciones mexicanas, nos presenta un personaje muy importante a quien seguramente todos hemos visto alguna vez. Estrella Méndez nos relata la historia de un pequeño gato y Julio Edgar Méndez nos ofrece una historia que a cualquier niño le ha pasado. Un poco de suspenso para compartir con la familia en estas noches frías.


EL SEÑOR CORTEZA

Paola Klug

Seguramente todos han escuchado alguna vez esa historia que dice que los juguetes cobran vida cuando no los vemos, y al amanecer o, cuando sienten que pueden ser descubiertos, toman de nuevo su forma original y se quedan quietos, justo en el mismo lugar en donde fueron dejados. Yo no sé si esa historia sea real, pero la que les voy a contar ahora lo es y no se trata de un muñeco, sino de un chaneque al que llamaré, Señor Corteza.
Para quienes no sepan que es un chaneque les diré que se trata de los pequeños duendecillos originarios de México, ellos andan entre los maizales y los montes, igual que entre las ruinas, las barrancas, las montañas, ríos y puertos. Los chaneques, como todos sus familiares repartidos en lo largo y ancho del mundo, tienen fama de hacer travesuras y de no tener muy buen humor cuando son descubiertos. Yo me encontré con el Señor Corteza por casualidad, y digo casualidad porque ninguno de los dos esperábamos encontrarnos, pero ésta, como todas las historias debe tener un inicio, así que empezaré por allí.
Ayer, un par de horas antes de que cayera la tarde, fui a caminar en el campo. La luz dorada del sol estaba bañando los maizales y las ramas largas del laurel que caían como cascadas sobre su tronco. La niebla había empezado a bajar muy lentamente desde los cerros y los pequeños montes que nos rodean, las sábilas, las flores silvestres y algunos nopales fueron los primeros en cubrirse con ella.
Mis pies se hundían entre la tierra negra, mi caminar era lento y un poco pesado entre los surcos espirales que habían llenado todas las parcelas. Caminé entre los bordos, junto a los guayabos, los eucaliptos  y el cedro blanco cuando algo llamó mi atención. A unos cuantos metros de distancia, entre las matas de zacate rosa y la paja algo se movía arrebatadamente. Al principio creí que era una serpiente atrapando una rata de campo, o quizá uno de los sapos que se bañan cada noche entre la acequia pero no, se trataba de algo completamente diferente…
Caminé lo más pronto que pude e hice lo posible por no hacer ruido, fue allí cuando mis ojos se toparon con los del Señor Corteza por primera vez. Su cuerpo era pequeño y rugoso, como la textura de un árbol, sus ojos eran grandes y del color naranja que a veces tiene el atardecer; el diminuto pie del Señor Corteza estaba atrapado debajo de una piedra. ¡Se movía tan fuerte porque no podía escapar! Me miró con miedo –el estigma del ser humano- lanzó un pequeño grito que retumbó en mi cabeza y me hizo taparme los oídos y allí, enfrente de mí, tomó la extraña forma de una raíz y dejó de moverse por completo. No voy a negar que sentí mucho miedo, pocas veces tiene uno la oportunidad de encontrarse con los chaneques de esta forma y pocas veces estos encuentros terminan bien, sin embargo algo dentro de mí me hizo seguir hacia adelante, justo donde estaba él. Lo miré con atención, sabía que detrás de esos huecos en la madera sus ojos naranjas me veían y que detrás de esa mueca en su boca terrosa quizá había un poco de esperanza por no salir dañado. Me presenté con él y le prometí no provocarle ningún otro inconveniente. Tomé la piedra en la que estaba atrapado y la coloqué a su lado con mucho cuidado tratando de no lastimar más su pie. La expresión del Señor Corteza no había cambiado, pero algo en el ambiente sí. Los rayos del sol dorados me parecieron más cálidos, el aire que silbaba entre la ceiba más fresco, los maizales danzaban de una forma diferente…
Me alejé lo más rápido que pude  para darle espacio al Señor Corteza. Me senté sobre una piedra en el otro extremo de la parcela y prendí un cigarro; el zacate rosa volvió a moverse pero de una manera mucho más sutil. Preferí girar la cabeza hacia el otro lado para dejarlo desaparecer con calma, después de todo aun tenía un pie lastimado. Cuando todo el movimiento cesó, regresé al mismo lugar adonde lo había encontrado. Solo hallé la piedra y un pequeño zapatito hecho con musgo que decidí plantar en el mismo lugar con la esperanza de cosechar el próximo otoño un hogar para los nuevos chanequitos que nazcan en el campo…




PURR

Estrella Méndez Méndez

El velador se estremeció ante el viento frio que pareció colarse entre las rendijas de su grueso abrigo para tocarle con manos heladas. Elevó su lámpara iluminando los pasillos oscuros de ese viejo cementerio. Hacía mucho tiempo ya que su corazón no brincaba ante cada murmullo o sombra que percibía en las noches tan lúgubres como ésta. Levantó la mirada cuando las nubes se abrieron, dejando ver una gran luna roja tiñendo de tonos rosados todo el pálido mármol del sitio. La caja que traía entre sus manos se estremeció un poco ante aquel efecto y, a pesar de la costumbre, en noches así, incluso alguien como él sentía su corazón estrujarse con una sensación intranquila. Echó andar con paso firme, intentando ignorar las sombras que se deslizaban sobre las tumbas, o los sonidos de pasos detrás de él como si alguien lo siguiera. Todo eso era normal, se decía una y otra vez; no era más que el viento, se repetía. Sus pies lo llevaron ante una tumba en particular, en la cual siempre hacía una escala antes de ir a dormir a su cabaña, era una hermosa lápida con una escultura de un ángel  con las manos extendidas como pidiendo un abrazo. Sintió su corazón latir un poco más tranquilo al verla y, con calma, dejó la caja a los pies de esa estatua al mismo tiempo que hizo un rezo silencioso y se retiró sin mirar atrás. Una pequeña cabeza asomó desde la caja. Un gatito negro, de ojos rojos, observó curioso a su alrededor y elevó la mirada cuando una silueta pálida se detuvo frente a su caja. Unas pequeñas manos blancas se inclinaron para recogerle en brazos, el felino ronroneó frotando su cabeza contra esa delicada figura sin percibir su frialdad, estaba tan fría como él.
El velador se detuvo bruscamente unos metros más adelante al escuchar un ronroneo seguido de una risa infantil; se volvió rápidamente y se le congeló la sangre al ver a una pequeña niña, de pie, frente a la tumba. No tendría más que unos ocho años, cabellos claros mecidos por el viento, con un sencillo vestido color crema y los pies descalzos que abrazaba con cariño al gatito negro. Apenas abrió los labios, tomando aire para hablarle, pero en medio de un parpadeo la niña y el gato habían desaparecido.  Iluminó los alrededores buscándolos, pero no los encontró; la luz de su linterna enfocó la caja que había dejado junto a la tumba, no esperaba movimiento alguno. Dentro de ella sólo se encontraba ese pequeño gato que había encontrado muerto en la entrada del cementerio envuelto en unos trapos sucios. Sacudió su cabeza pensando en lo que había visto. Decidió que en la mañana enterraría el pequeño cadáver, por lo visto había encontrado un buen lugar. Siguió su camino de regreso a su cuarto de velador y no quiso mirar hacia atrás de nuevo, no por esa noche al menos, ni siquiera cuando volvió a escuchar esa suave risa, un purr apenas audible y un ronroneo en el viento.


LA SOMBRA

Julio Edgar Méndez

Una noche, muy noche, me desperté porque sentí que alguien me estaba mirando. Mi cuarto estaba oscuro, pero había un poquito de luz porque la cortina era de tela delgada y afuera en la calle había un focote que duraba prendido hasta la mañana. En mi silla del escritorio que usaba para hacer las tareas, estaba sentada una sombra. Iba a gritar del susto, pero de mi garganta sólo salió un chillido como de ratón, una especie de soplidito rasposo, y eso que siempre he dicho que yo no tengo miedo de nada. Pero fue tanta la sorpresa, que me quedé como congelado.
La sombra no se movía de su lugar, le gustaba la silla o estaba cansada. No hacía ruido tampoco. Sólo estaba ahí, supongo que los fantasmas también descansan a veces. A la mejor lo pesqué dormido, o esta sombra o zombi o lo que fuera, se aburrió de esperar que yo despertara para asustarme. Pero de todos modos hizo bien su chamba porque yo estaba muy espantado.
Ese día me la había pasado jugando fut en la calle con mis vecinos, ya estábamos de vacaciones, así que jugamos hasta la noche. Nada más entramos a nuestras casas a comer y volvimos a salir a jugar hasta que nos dolieron los pies y la cabeza de tantos balonazos. Mi mamá me obligó a bañarme antes de dormir y no me dejó ver la tele porque ya era muy noche. ¿Y qué? Jejeje, mi hermana mayor me había regalado un celular con el que entraba a internet  sin que mi mamá se diera cuenta. Después del baño y la cena, me fui sin hacer bronca a mi cuarto. Me metí al Facebook con mi cel y me puse a subir memes de puras vaciladas junto con mis amigos. Ni recuerdo a qué hora me dormí, pero debió ser después de la una o dos de la madrugada porque a esa hora ya subían puras cosas raras al feis.
La sombra seguía quieta. Quería moverme pero no quería avisarle que ya estaba despierto. Quería ir al baño, me andaba de la pis, ya sentía que se me salía. La última vez que me hice pipí en la cama mi mamá me puso a lavar el colchón y las cobijas, así que ya me aguantaba hasta que salía corriendo al baño con los ojos todavía medio cerrados, pero ya no me hacía en la cama. Pero esta vez mi mamá se iba a enojar muchísimo porque yo ya sentía que iba a orinar como cien litros de pipí. Maldita sombra, no sólo me daba miedo, me estaba dando coraje no poder pararme, ni gritarle a mi hermana para que me ayudara.
La figura de la sombra no era muy grande y estaba dormida de lado, con la cabeza medio caída, como yo cuando voy en el bus y me aburro y mejor me duermo. Una vez desperté con la boca llena de baba y pegado al hombro del señor que iba en el otro asiento, lo bueno fue que no se dio cuenta de que le dejé llena de saliva la manga de su camisa. Y la sombra seguía ahí, como sombra.
El miedo es como un bumerang, no importa cuántas veces lo alejes de ti, siempre regresa. Me daba cuenta de que a lo mejor la sombra me visitaba todas las noches o al menos varias veces, pero como yo dormía como tronco no la había visto antes. Había algo familiar en su aspecto. Poco a poco los colores se distinguían y ahora ya no era toda negra, ni gris. Era parte azul, parte naranja. Extraño, sólo la cara seguía en la oscuridad total. Tenía un sombrero o gorro medio caído, por eso daba la impresión de estar descansando con la cabeza de lado. Mi cabeza dejó de retumbar, porque antes escuchaba un millón de tambores sin ritmo. Y eso que en mi clase de batería todos nos poníamos a molestar al maestro tocando al mismo tiempo sin seguir la pauta. Pues esto se escuchaba mucho peor. Pero cada vez menos. Tragué saliva, ya pude respirar con más calma. Empecé a perder el miedo. Ya se distinguían más cosas de mi cuarto. Los posters de rockeros y superhéroes. Las puertas del closet, como siempre, abiertas y con la ropa saliéndose como con ganas de huir para que no le diera la vida que le doy. Toda manchada, rota de las rodillas y los codos. Y no por vieja, sino porque no me dura ni dos semanas lo que me compran. La sombra se veía menos amenazante. ¿Qué hora sería? Mi cel estaba sin pila, me daba flojera cargarlo. Ni idea. Ya se oían otros sonidos, no supe si el perrito cachetón de la vecina había ladrado todo el tiempo o sólo ahorita que lo escuchaba. Ese perro ladraba todo el tiempo. La vecina decía que era porque tenía muchas cosas que decir pero nadie le entendía. Yo digo que lo lleve al sicólogo, o al bar, dice mi papá que por eso va con sus amigos al bar, que porque sólo ahí lo escuchan. Mi mamá se enoja y le pregunta que de qué quiere platicar, que platique con ella. Él le contesta que no, que hay cosas que sólo se hablan entre los hombres y me guiña un ojo. ¡Sepa la bola¡ Yo con mis amigos hablo de juegos de video o de música, y a la mejor tiene razón, ni modo que hable con mi mamá de mis bandas favoritas, ni las conoce.
La sombra no se movía. Yo empecé a sentir que mis piernas y brazos estaban listos para moverse, saltar, correr, lo que fuera. Moví la cabeza, ya podía respirar y seguro también hablar o gritar. Pero ya no tenía miedo. Esta vez el bumerang no regresó. Estaba comenzando a enojarme. Si esa sombra era un fantasma, más le valía desaparecer rápido porque empecé a bajar de la cama despacito, debajo tenía un bate de beisbol que me regaló mi tío Carlos. Me dijo que si no me gustaba el beis, al menos me serviría para alejar las pesadillas, que lo guardara debajo de mi cama. Esta era la primera vez que iba a alejar a algo a batazos. Lo que fuera. Ya me había hartado, ni se movía para asustarme ni se largaba. Me puse mis lentes y todo el panorama se aclaró.


Desde entonces me he vuelto más ordenado. Doblo mi ropa en el closet y cierro bien las puertas. Ya no dejo todo botado sobre la silla. En otra de esas se me vuelve a aparecer la sombra fantasma, que no fue otra cosa que toda mi ropa hecha bolas. Y yo que hasta terminé con la cama orinada.

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