Sol del Bajío, domingo
21 de diciembre 2014, Celaya, Gto.
PAZ
EN LA TIERRA
“—¡Pobrecito Cascanueces! —exclamó María a gritos,
quitándoselo a Federico de las manos.
—Es un estúpido y un tonto —dijo Federico—; quiere ser
partidor y no tiene las herramientas necesarias ni sabe su oficio. Dámelo,
María; tiene que partir nueces hasta que yo quiera, aunque se quede sin todos
los dientes y hasta sin la mandíbula superior, para que no sea holgazán.
—No, no —contestó María llorando—; no te daré mi
querido Cascanueces, mírale cómo me mira dolorido y me enseña su boca herida.
Eres un cruel, que siempre estás dando latigazos a tus caballos y te gusta
matar a los soldados.
—Así tiene que ser; tú no entiendes de eso —repuso
Federico—, y el Cascanueces es tan tuyo como mío; así que dámelo.”
El
Cascanueces (fragmento) Ernst Theodor Amadeus Wilhelm Hoffmann.
Violencia
es una palabra dura. Suena a dolor, rabia, pérdida, tristeza, desesperación. La
escuchamos a todas horas. En los diarios, a través de la radio, televisión, en
internet. Las personas sufren violencia y responden con violencia. ¿Quién habla
de paz? Malala Yousafzai, la jovencita pakistaní y el activista indio Kailash
Satyarthi han sido galardonados con el
Nobel de la Paz 2014 "por su lucha contra la opresión de los niños y los
jóvenes y por el derecho de todos los niños a la educación". Ellos también
sufrieron violencia e intolerancia, pero prefirieron hablar de paz. Tal vez el
mundo sea intrínsecamente un lugar de violencia, después de todo hay que
supervivir, a toda costa. Pero si damos un espacio a la paz, si permitimos que
el perdón derrote al odio, entonces, quizás, estos tiempos disfrutemos de
verdad a la familia, los amigos, los cuentos y las tradiciones. Cada cual a su
manera, en su espacio, con tolerancia. Tal vez, entonces, este mundo pueda
sanar. Y nosotros también.
Julio
Edgar Méndez
DAR
HASTA QUE DUELA
María
Soledad Popper
Hay
una pascua de mi infancia que permanece a través de tantos años en mis
recuerdos, especialmente por la gran cantidad de imágenes que quedaron
adheridas en mi mente, casi como un archivo fotográfico, y en esa memoria
estomacal que se despierta al abrir cada impresión, entregando las emociones y
sensaciones que las acompañan.
Tenía
ocho años, vivía en mi país, Chile, y era el mes de diciembre en que haría mi
primera comunión. Las tres monjas que colaboraban en la parroquia de la
comunidad, organizaron una visita a un hospital infantil; la realizarían los
niños del catecismo con sus familias, apoyados por todos los grupos de la
iglesia. La idea era llevar a la práctica ese amor al prójimo del que tanto
habíamos oído en la catequesis, y que en realidad, no relacionábamos con esa
inclinación bondadosa, natural e inherente, que nacía de nosotros
involuntariamente y en todo momento, tan sólo porque éramos niños. La idea
resultó una genialidad, pues agarró los vientos de popa que normalmente suelen
gestar los tiempos de pascua e impulsó la aventura de tal forma, que no sólo
despertó el entusiasmo de los fieles asiduos al templo, sino de todo el
vecindario circundante. Alguien contactaría a un vecino de muy buena voluntad,
dueño de un bus, para el traslado del grupo, que con seguridad aceptaría. Otros
tantos donarían las galletas, dulces y frutas para las sorpresas de pascua que
se regalarían a los enfermos y al personal del hospital, que ya, a esas
alturas, serían llenadas por un grupo de señoras muy bien dispuestas para el
trabajo. Otro grupo, con habilidades para la pastelería, se juntaría en la casa
de una de las señoras para cocinar la torta y, claro está, cada una de sus
integrantes pondría uno o más de los ingredientes necesarios. Un señor que
contaba con una camioneta se ofreció para trasladar la torta, las cajas con las
bolsas de golosinas y todo lo que fuera más delicado de llevar. Otros también
dispusieron dinero para pagar la bencina que el bus necesitaría para el viaje. También
se propuso incluir a nuestro grupo infantil de baile folklórico, al cual
pertenecíamos mis hermanos y yo, y que normalmente era acompañado por un grupo
de jóvenes que dedicaban de su tiempo de estudiantes para enseñar a los niños
los bailes y tocar en sus presentaciones. Mi mamá se hizo parte del grupo de
señoras que recolectaría las flores cultivadas en los jardines de nuestras
casas, cuyas dueñas donarían encantadas, y que se ofrendarían en el altar a la
Virgen, dispuesto en una pequeña capilla del hospital. Finalmente, uno de los
papás anunció que su aportación la dejaría como sorpresa para el día de la
visita.
Las
monjas sonreían y le agradecían al cielo tanta gracia moviendo corazones y al
momento en que alguien preguntó por los regalos para los niños del hospital,
ellas ya tenían la respuesta muy bien premeditada: cada niño de la catequesis
donaría uno de sus juguetes, el preferido, el más querido para él y lo llevaría
consigo ese día para regalarlo a uno de los niños hospitalizados. Hubo
silencio. Alguien, por ahí, musitó desde un rincón indeterminado: “Dar hasta
que duela”. Y cómo sufrí esos días previos a la aventura. ¿Debía desprenderme
de mi ángel de la guarda, cocido en forma de oso, que me acompañaba y cuidaba
desde la cuna? Pues no, ya estaba desgastado, con la nariz pelada y olía a
muchos años de noches infantiles abrazada a él ¡Gracias al Cielo por su
condición! A última hora llevaría un juguete, al cual no estuviera tan apegada
y por lo demás, mis pasos de baile serían una ofrenda, más que suficiente, dada
con alegría a los niños del hospital.
El
bus nos esperaba puntualmente en el patio de la parroquia. Momentos antes el
grupo juvenil de la iglesia lo había revestido con globos y guirnaldas de todos
colores y había escrito frases alusivas a la visita al hospital. Cada niño que
llegaba aplaudía y daba saltos de asombro y su alegría se sumaba a la de los
otros, produciendo una gran algarabía en todo el lugar. La camioneta que
llevaba la torta, las sorpresas, los ramos de flores e instrumentos musicales,
y que también había sido prolijamente adornada, resultó otro gran espectáculo,
cuando el papá que había dejado su donación para último momento, se subió a
ella vestido de radiante Viejo Pascuero, cargando en su mano una ruidosa
campana que había sido prestada por las monjas y saludando con la otra,
blancamente enguantada, a toda la concurrencia. Uno a uno, los niños fuimos
dejando emocionados en su gran saco, muñecas, osos de peluche, pelotas, arcos,
pistolas, sombreros de vaqueros y un sinfín de juguetes, nuestros más íntimos y
preciados tesoros.
La
atmósfera del hospital pasó rápidamente de blanco silencio a bullicio colorido
y multitudinario. Cada sala del hospital se llenó de flores, globos, música,
baile, abrazos y risas. Mientras mis compañeros y yo bailábamos al son de
bombo, quena, pandereta y guitarra, podía ver en imágenes furtivas a las
enfermeras acomodando las almohadas para que los niños en las camas se sentaran
o pasando a otros a sus sillas de ruedas o simplemente rodeando con sus brazos
a los que no podían moverse. El carrito de la torta se desplazaba por los
pasillos ofreciendo las deliciosas rebanadas; el Viejito Pascuero, sudando a
mares en su abrigado disfraz rojo, se repartía hacia todas las camas y rincones
entregando cariñosamente los regalos; las mamás, acompañadas de sus hijos,
regalaban las sorpresas a niños y adultos. Los doctores que en esos momentos
hacían su ronda habitual, también se sumaron con su alegría y nos acompañaron
en los bailes.
La
fiesta fue corta pero llena de vida. La alegría de nuestra presencia y la
sonrisa de los niños hospitalizados quedaron vibrando intensamente en el lugar
y en nuestros corazones.
De
regreso a casa, a través de la ventanilla del bus, mis ojos se perdían serenos
en el cielo y en el brillo del sol en el mar. En esa pascua no recibí la
bicicleta que tanto esperaba año tras año, pues la primera comunión traía
consigo perder la inocencia de creer en el Viejo Pascuero y dar espacio en mi
ser de niña al nacimiento de Jesús. Sin embargo, fueron las fiestas navideñas
más profundamente plasmadas que celebró mi infancia.
* Hacia el sur, en Chile, la nochebuena se celebra a la
medianoche y es justo el momento de abrir los regalos. La comida que se prepara
en ese día es a base de carne roja o blanca asada y acompañada con diferentes
ensaladas, es también costumbre chilena comer el pan de Pascua (pan con pasas y
frutas) y tomar cola de mono, una bebida hecha de pisco, café, leche, azúcar y
canela. El 25 de diciembre los chilenos, sobre todo los niños, acostumbran
salir a las plazas y parques para divertirse con los regalos que el Viejo
Pascuero (Santa Claus) les ha traído.
LUCES
Y ESTRELLAS
José
Arturo Grimaldo M.
“Los
ojos de la fe miran más allá de lo que nuestra vista puede descubrir… Que la
Verdadera Luz ilumine el corazón de la humanidad”
Lo único
que podía encender el pequeño Nati en aquella fría y oscura noche de
Navidad,
era la llama de la fe, porque en su casa no había para luces, regalos, ni
esferas. Hacía tres años que su padre los había dejado a él y a su mamá para ir
a trabajar a los Estados Unidos y, desde entonces, nada sabían de él. Se había
ido con la promesa de volver un día cargado de regalos y de ilusiones que les
permitiera soñar con una nueva forma de vida.
-Ya
es hora de ir a dormir, Nati, tu papá llegará más tarde -le decía doña Esperanza,
al mismo tiempo que se le hacía un nudo en la garganta por tener que darle la
misma explicación de cada año-.
-Pero
él prometió llegar en Navidad, mamá y mi papá siempre cumple lo que dice -respondía
el niño-. Además, lo he soñado nuevamente bajando de una estrella y trayendo los
juguetes que me prometió -dijo nuevamente, al mismo tiempo que inclinaba la
cabeza y obedecía a su mamá la indicación de ir a la cama-.
Ya
muy avanzada la noche, una intensa luz iluminó la humilde casita donde vivían
aquellos dos seres indefensos, como si una estrella se acercara desde el cielo
y se posara sobre el techo. Sin embargo madre e hijo ya habían sido vencidos
por el sueño, el hambre y la desesperación y no se percataron de aquel extraño
fenómeno. De la intensa luz apareció un niño hermoso y radiante que entró en la
casa para dejar algunos regalos y una carta sobre la pequeña mesa de madera en
la que solían comer. Por mucho tiempo, aquel distinguido visitante estuvo
velando el plácido sueño del pequeño Nati y su mamá. Luego, besó suavemente la
frente de ambos, les bendijo y se dispuso a regresar de donde vino.
Doña
Esperanza se levantó -como siempre-, muy de madrugada, vio los regalos y la
carta, que comenzó a leer de inmediato.
“Para
mi esposa, Esperanza y mi hijo, Natividad: Ante la imposibilidad de estar con
ustedes físicamente, le he pedido al Niño Jesús que supla mi ausencia en casa y
que les haga llegar todo el amor que les tengo y a mi hijo, los regalos que le
había prometido. Luego de una larga enfermedad, Dios me llamó con Él y no pude resistirme
ante el ofrecimiento que me hizo de darme una felicidad mayor que la del mundo.
Además, me dio permiso de velar desde el cielo por ustedes dos. Sé que estarán contentos al saber que he
dejado de sufrir enfermedades, hambre, desprecios, frío, tristezas y angustias al
vivir en una tierra ajena, y que ahora todo se ha convertido en una alegría
eterna. Festejaré con ustedes cada Nochebuena y desde el cielo pediré a Dios
que les mande una estrella a iluminar sus corazones.
Siempre
cuidaré de ustedes para que nunca les falte nada. Espero que algún día podamos festejar
la navidad todos juntos. Los quiere, Emmanuel’.
Y
justo cuando su mamá terminaba de leer aquella carta y aún con lágrimas en los
ojos, se despertó el pequeño Nati y acercándose a ella le dijo:
-¡Vino
mi papá!, ¿verdad?
-¡Si,
hijo! Pero se tuvo que regresar en la misma estrella, porque tenía mucho
trabajo en el cielo -le contestó-.
-Te
lo dije, mamá, mi papá no me podía fallar -volvió a decir el pequeño, al mismo
tiempo que su rostro se iluminaba con la luz radiante que aún estaba esparcida
por el interior de la casa- ahora sé que vendrá como lo había prometido –y, abrazando
los regalos, volvió a la cama para seguir soñando-.
POSTAL
APLAZADA
Patricia
Ruiz Hernández
Con
el inevitable pasar del tiempo se acumulan experiencias que brindan sabiduría y
serenidad, a veces, reina la añoranza por los amigos ausentes que alguna vez
caminaron junto a nosotros y tomaron otra senda. Estas reflexiones ocupaban mi
mente al ser ya una mujer en la edad dorada. Así, en un frio día de invierno
ocurrió un hecho por demás inesperado. Regresaba a mi hogar para refugiarme del
gélido viento que soplaba, recogí la correspondencia del buzón, entré dispuesta
a saborear un delicioso ponche y arroparme de pies a cabeza para continuar con
la lectura de la novela Navidad en las Montañas. Rehuía el bullicio decembrino
y los placeres que ofrece el consumo desmedido en esta época del año; hábitos
que desvirtúan la verdadera esencia de la Navidad. Al revisar las cartas,
sobresalía una que, por su singular apariencia, capturó mi atención. Se trataba
de un sobre amarillento, un poco ajado, con timbres claramente antiguos y con
el sello de la oficina postal fechado ¡treinta años atrás!, con impaciencia y
mano temblorosa me apresuré a abrirlo… ¡Era una tarjeta de Navidad! De aquellas
hermosas y antaño tradicionales, escrita con bella caligrafía. Había pasado
mucho tiempo desde la última vez que recibí alguna. Me la enviaba una
entrañable amiga de juventud, de quien tenía años sin saber de ella… ¡Era
increíble! Mi pensamiento se volvió confuso y la imaginación me llevó a
especular que la misiva estuvo extraviada en la oficina de correos y tres
décadas después finalmente la enviaron; aunque de inmediato deseché la idea por
inverosímil. Sin poder concentrarme en
la lectura, pase el día cavilando el asunto. Tales pensamientos me llevaron a
evocar lo común que era el intercambio de postales entre las personas, con los
parabienes escritos de puño y letra del remitente. Algunas eran de manufactura
casera, en las que se escribían frases personalizadas y creativas, en otras se
expresaba el mensaje habitual de “Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo”
acompañado de hermosos paisajes invernales o escenas del Nacimiento. Las
familias atesoraban aquellas tarjetas colocándolas en el ya de por sí
sobrecargado arbolito de Navidad; a la usanza antigua, éste consistía en una
rama seca que se pintaba de color blanco, montada en un rústico bote –camuflado
con papel de regalo-, se adornaba con pelo de ángel, esferas, luces, figuras de
papel y la colección de postales. Si acaso algún amigo o familiar omitía enviar
su tarjeta a cierta persona, podía significar una ofensa; el olvidadizo, a
manera de justificación culpaba al servicio postal por aquella desatención, con
frases como: “¿No te llegó mi tarjeta?, se debe haber extraviado en el correo,
tienen mucho que entregar”, lo cual era cierto, los carteros tenían en esa
temporada sobrecarga de entregas. Por la noche llegó mi hijo y le narré el
inusual acontecimiento, haciendo énfasis en la antigüedad de la tarjeta. Él la examinó con detalle. Para mi sorpresa,
encontró una pequeña nota dentro del sobre, de la que no me había percatado, y
me la entregó. Con ese descubrimiento me sentí un poco atolondrada. La nota
decía:
Querida amiga: Guardé esta postal por treinta años, ya
sabes que soy una acumuladora incurable. En aquel tiempo te la envié con un
domicilio erróneo y el correo la regresó. Al revisar algunas cajas del desván,
la encontré y me puse nostálgica, pues esta época me pone un tanto tristona,
entonces decidí pasar a tu casa y depositarla en el buzón. Quería sorprenderte.
Espero haberlo logrado. ¡Feliz Navidad!
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