VIAJE AL INTERIOR DE MI MENTE
Si tomamos como premisa las palabras de Carl Jung: “Su visión se aclarará solamente cuando usted pueda mirar en su propio corazón. Quien mira hacia afuera, sueña; quien mira hacia adentro, despierta…”, la presente colección de cuentos escritos por Patricia Ruíz Hernández nos harán despertar con una sonrisa en los labios.
Viaje al interior de mi mente es una obra seriamente divertida. La autora nos permite atisbar al interior de sus sueños, que para nosotros existen por fuera, mientras que para ella todo es un viaje profundo hacia ese archivo intimista que ha llenado de palabras, historias y textos que conforman estos 27 asombrosos cuentos. Es todo un viaje –what a trip!–, dirían los milenials.
Como buena administradora –la carrera formal de Paty antes de inclinarse hacia la literatura–, maneja los tiempos y movimientos con maestría. Cada historia es una muestra de un texto bien construido, canónico en su selección y estilo. La prosa de la autora es llana y contundente, irónica y directa, con un sentido del humor que a veces navega sobre un mar insondable.
Las historias van desde lo fantástico hasta el costumbrismo y la tecnología de punta. Ángeles, fantasmas, demonios, letras y neuronas conviven entre sí para presentar un diorama donde cada lector se podrá tomar la icónica selfie de su propia imaginación.
Patricia Ruíz incluye hasta las instrucciones necesarias para mejor disfrutar sus historias: “Acuéstese temprano y descanse. Después de un breve sueño reparador, relaje su cuerpo, permanezca en una posición cómoda. Cierre sus ojos. No permita que algún ruido externo lo distraiga. Visualice una luz blanca que sale de su cuerpo y lo envuelve por completo. Repita numerosas veces para sí mismo su propósito de viajar fuera de la entidad física. Olvide las preocupaciones y los miedos. Practique la respiración profunda y aleje los pensamientos ajenos al momento presente. Continúe con la visualización de energía luminosa. La luz le proporciona inmensa paz. Imagine que se eleva por encima de su cuerpo. Después de un corto entrenamiento realmente estará fuera.”
Durante los años que hemos sido compañeros en el Taller Literario Diezmo de Palabras, Paty se ha vuelto un miembro indispensable. Lo mismo por la calidad de sus textos que por sus acertadas opiniones. Igual que con cada compañero y compañera del Diezmo, es un honor para mí presentar su ópera prima.
Viajemos pues, junto con la autora, al interior de su mente. No es necesario hacer maletas ni llevar refrigerio. Lo único imprescindible es colocarse bien el cinturón de seguridad y sujetarse del asiento de la vida. No vaya a ser que nos salgamos del carromato y terminemos a la vera del sendero Como tortuga bocarriba.
Julio Edgar Méndez
Coordinador del Taller Literario Diezmo de Palabras
Abril 2022
EL Caparazón de alonso
Patricia Ruiz Hernández
Mi papá se fue, no sé adónde, nos dejó solos a mi mamá y a mí. Él nunca reía conmigo ni me llevaba a la escuela. A veces me gritaba o me decía muchas palabras, tan rápido, que no entendía nada. Jamás lo vi feliz. Yo iba a una escuela, en segundo grado. Tres años estuve con la maestra de primero y dos con la de segundo, hasta que la directora llamó a mi mamá: “Señora, daremos de baja a Alonso. Tiene discapacidad intelectual. Deberá buscar un lugar apropiado para él”, fue lo que escuché mientras esperaba afuera de la oficina. Hablaron mucho, pero hubo palabras que no pude guardar en mi cabeza. Mi mamá salió llorando y me tomó de la mano para llevarme a casa. Nadie me habló de eso de discapacidad. Pude entender, sin que nadie me lo explicara, que soy lento, por eso mis compañeros se burlaban de mí.
Pasó el tiempo y mi mamá me llevó a otra escuela. “Alonso, me preocupa que logres cuidarte a ti mismo antes de que te salgan barros en la cara. Le pido al cielo que puedas caminar solo por las calles sin que te despanzurre un camión”, me dijo en el camino. Me quedé pensando en eso de los barros. Después de mucho rato entendí que tenerlos significaba hacerse mayor. El caso era que tenía miedo de la nueva escuela, seguro encontraría a otros niños malos y a maestras que me harían caras feas como los monstruos de las caricaturas. Pero no fue así, todos fueron buenos conmigo.
El primer día mi nueva maestra me preguntó cuántos años tenía. Le contesté sin equivocarme que tenía once. “¿Qué quieres ser de grande?”, pensé: “inteligente”, pero no lo dije, porque tan imposible como volverse pájaro o superhéroe.
—No sé, señorita. Me gusta tomar fotos. Es muy fácil, solo pongo la cámara, me fijo que todo esté dentro del cuadro y ¡zas!, le doy clic en el botón; luego mi mamá pone las fotos en la computadora. También me gusta cuidar las plantas. Le ayudo a ella en el jardín.
—¿Hay algo más que te guste?
—Me gustan los animales. Cerca de mi casa hay una tienda de peces y tortugas. A veces me asomo para ver, pero la señora dueña de las tortugas me regaña cuando pego mi cara al vidrio, dice que lo dejo ensalivado. En cambio, hay otro señor que no se enoja, hasta me invita a pasar, parece feliz. Creo que ríe de las caras chistosas que hago al apachurrar los labios y la nariz en la ventana.
—¿Tienes una mascota?
—No, pero mi mamá prometió comprarme una cuando supiera cuidarla. Aunque yo pienso que, ¿cómo voy a aprender a cuidarla si no la tengo? Me gustaría tener una tortuga, es mi animal favorito. ¡Anda lenta como yo! Es muy bonita y hasta sale en los libros de dibujos, además, puede esconderse en su caparazón que siempre lleva puesto. Yo tengo un caparazón que me compró mi mamá para una fiesta de disfraces. Lo uso en casa. Es muy grande, verde y duro. Puedo meter la cabeza y las manos, igual que lo hacen las tortugas; ahí es mi escondite. Dentro de él encuentro cosas pequeñas y hermosas. Desde que lo tengo solo deseo algo, cualquier cosa y aparece. He sacado soldados, luchadores y piedras de colores.
La maestra no me creyó lo de mi caparazón. “Entonces, ¿cómo es que los magos sacan conejos o palomas de sus sombreros?”, le dije. Ella solo rio y me dio palmadas en la espalda.
En mi grupo conocí a Juan, quien se volvió mi mejor amigo. Jugaba mucho con él. A veces me divertía tanto que hasta la baba se me salía con las risotadas. Se veía muy chistoso con el bigote de leche o con su cara embarrada de la pintura de las acuarelas. Un día saqué del caparazón un reloj de dinosaurio que le regalé. No era su cumpleaños ni nada, solo se lo di por ser tan buen amigo. Se puso muy contento y me dio las gracias. Le platiqué lo de mi caparazón y se emocionó mucho.
En la nueva escuela me enseñaron muchas cosas, por ejemplo, a decir “buenos días” al entrar a cualquier lugar; me explicaron que debía bañarme sin que me quedara el jabón en la cabeza para evitar rascarme todo el día. Hablaron de que cuando estuviera solo en mi casa no debía abrir la puerta a nadie, menos a los robachicos. Me divertía montones con mis nuevos amigos cuando jugábamos con globos en el patio. Aprendí a distinguir las monedas por su tamaño y color. Las grandes valían más que las pequeñas. Un día, al regresar de la tienda, me equivoqué con el cambio y mi mamá me regañó. Más tarde me pidió disculpas, dijo que venía cansada de trabajar y perdió la paciencia.
Ella me llevó con el doctor de ojos. “Hijo, me he fijado que para ver haces chiquitos tus ojillos”, me dijo. Cuando salimos del doctor me explicó: “Alonso, escúchame, pon atención. Te compraré lentes, pero prométeme que los cuidarás bien porque me costarán un ojo de la cara”. Largo rato me quedé pensando, ¿un ojo de la cara?, ¿cómo era eso?, ¿mi mamá sin un ojo? Por eso saqué del caparazón unos lentes para que a mi mamá no le pasara algo malo.
En las clases me pusieron a jugar en una computadora. Había cartas con dibujos, elegía uno y luego otro, el dibujo aparecía y luego se escondía; yo debía recordar donde estaba cada par. La maestra decía “Alonso, mueve el ratón”. ¡Me daba tanta risa!, no se parecía a los ratones que corrían en la casa de mi abuela.
A la escuela llegó un niño nuevo, lo vi asustado igual que lo estuve yo en mi primer día. Para animarlo, saqué del caparazón un pequeño títere. Al día siguiente lo amarré a su silla de ruedas y la empujé por la escuela. Así se hizo mi amigo y ya no estuvo miedoso.
Las maestras dijeron que si nos portábamos bien nos llevarían a una alberca, eso me dio mucho gusto, estuve muy emocionado. En el gran día entramos a un lugar con grandes árboles, juegos y una alberca con tobogán. Pronto nos metimos a la alberca y aplaudimos cuando Juan se aventó clavados que salpicaban mucha agua. Él era muy valiente. Llevé un barco pirata que saqué del caparazón, tal como lo imaginé, con una calavera pintada en la vela. Los niños lo admiraron y movieron el agua para hacer una tormenta y hundirlo, pero mi barco soportó la tempestad. Luego jugamos a ver quién aguantaba más sin respirar bajo el agua, hasta que las maestras nos pidieron que no lo hiciéramos. “No queremos accidentes. ¡Qué cuentas vamos a entregar a sus padres! ¡Niños, cuídense de los resbalones!” A cada rato repetían y repetían. Aunque me hice un chipote con un columpio, no me importó, fue un día muy feliz.
En el cumpleaños de mi mamá le regalé un ramito de flores pequeñas color lila que le gustaron mucho. Me preguntó que de dónde las había cortado y le dije que las había sacado de mi caparazón, solo movió la cabeza y dijo “¡Qué imaginación tienes, hijo! Todavía no aclaramos el misterio de los lentes nuevos”. Más tarde me fui a jugar a mi cuarto. Mi tren iba por la vía llenito de vaqueros; sacaba humo y pitaba fuerte. Llevaba una gran carga de canicas y piedras; los indios estaban escondidos, preparándose para atacar, pero antes de que eso pasara mi mamá entró y se puso a acomodar mis cosas.
—¡Alonso, qué revoltijo! Debes aprender a arreglar tu cuarto. ¿Quién te dio todas estas chácharas que están sobre la mesa?
—Las saqué de mi caparazón.
—¡No mientas!
—Es la verdad.
—Bueno, tal vez no mientes, solo te dejas llevar por la fantasía. Quizá las traes de la calle o ¿las tomas sin permiso de tu escuela?, ¿te las regalan?
—No, aparecen en mi caparazón.
—Hablaré con alguien sobre ese comportamiento tuyo.
En el día de Navidad estaba en mi cuarto y oí a mi mamá gritar:
—¡Alonso, tu padre vino a visitarte!
No hice caso, me quedé ahí sentándote sin hacer nada. Mi mamá, al ver que no bajaba a la sala, llegó para llevarme con ella.
—¡Alonso, baja inmediatamente! ¡Te trae unos regalos!
—No los quiero, que se vaya.
—Debes ir a verlo. Es tu padre. Ya no estés enojado con él porque nos dejó –me dijo muy quedito –. Te tengo una sorpresa.
—Está bien. Espera abajo, voy a buscar los zapatos.
Nunca he desobedecido a mi mamá pues la quiero mucho, así que hice lo que me mandó. Cuando ella salió de mi cuarto tuve una grandísima idea, saqué del caparazón polvo picapica para ponérselo a mi papá sin que se diera cuenta de que había sido yo. En un descuido se lo eché en el cuello. Al final sí se dio cuenta y me regañó.
Entonces me quedé escuchando atrás de la puerta mientras ellos hablaban. Él dijo que se había ido de la casa porque no soportaba tener un hijo lento como yo, pero que estaba arrepentido y que regresaría a vivir con nosotros.
Me puse triste por lo que dijo mi papá. No salí de mi cuarto por muchos días. Me metí en mi caparazón y como estaba tan flaco, según decía mi mamá, me hice bolita como las señoritas cuando se meten en los cajones para ayudar a los magos. Ellas desaparecen y aparecen en otro lugar. Igual hice yo. ¡Guau! ¡Qué bonito! Aquí me quedaré. Voy a extrañar a mi mamá.
*Viaje al interior de mi mente se encuentra disponible para venta en el Diezmo de Palabras, Casa del Diezmo, Celaya, Gto.
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