domingo, 28 de abril de 2019

PARA LOS NIÑOS QUE FUERON Y SON



PARA LOS NIÑOS QUE FUERON Y SON


“El medio mejor para hacer buenos a los niños es hacerlos felices.”
OSCAR WILDE





TRES PISOS
Julio Edgar Méndez

Dicen que es malo portarse mal. ¡¡¿A poco?!!. Pero, bueno, ¿es portarse mal escupirle a la gente desde el balcón de la escuela? ¿Nunca no te has orinado en una maceta? ¿Tampoco has rayado las paredes de las casas de los vecinos? No me digas que nunca has pateado puertas o tocado timbres y luego te echas a correr.  Ahora que, si portarse mal es espantar a la gente, pues ni modo que no lo haga, si hasta los pelos se les paran, jajaja…
            ¿Y a qué viene todo esto? Ah sí, es que me dicen que a los que de veras les va bien, haciendo travesuras, es a los personajes de libros infantiles. Tienen la vida regalada, ni siquiera se preocupan en pensar por sí mismos, el autor del libro los dirige por donde quiere. Vean si no a ese tal Harry Potter, ¿a poco de veras le creen que hace magia? Puras palabras que ni en su casa entienden: Alojomora y cosas así. O al niño del que hablan los abuelos: un dizque Tom Sawyer, muy inteligente, muy listillo, pero nunca tuvo un Xbox.
            No, yo digo que para travieso, travieso, el Bart. Ese si es bueno para divertirse. Aparte de que es el más real de todos, claro que es amarillo, con cuatro dedos en las manos y los ojos saltones y ¿qué más? Ah, sí es de caricatura. Pero como Superman, Spiderman y esos otros también son monos, pues cada quien sus gustos, ¿no?
            A mí me encantan las películas de acción, donde entre muerto y muerto te puedes comer media bolsa de palomas, y cuando más picados están los demás viendo la peli, les avientas las palomitas sobre la cabeza. Claro que si te voltean a ver… nomás chillas que alguien te las quitó y todos te creen que no fuiste tú.
            De veras, ser niño es lo mejor, todo mundo cree que eres menso, te hablan como en cámara lenta. Pero tú y yo sabemos que los mensos son los grandes.        Mira si no. Ellos trabajan como burros para darnos escuela, ropa, comida, casa y todo eso que algunos tienen y otros, como yo, no tenemos. Pero si tuviera, seguro que sería porque algún grande me lo da, ni modo que yo compre todas esas cosas. ¿Con qué dinero? Ni trabajo tengo, a menos que le llames trabajo andar haciendo travesuras. Bueno, sí es trabajo, pero no me pagan. ¿Entonces por qué lo hago? Pues ni modo que lo hagas tú.
            ¿Sabes aullar como lobo sin que nadie te vea? ¿Puedes quedarte flotando en medio de un cuarto, hasta que alguien te atraviese y se quede helado del susto? ¿Sabes esperar debajo de una cama durante horas, para atraparle los pies a la persona que se va a acostar? ¿Te puedes sacar los ojos, ponerlos en tus manos y seguir viendo sin ellos? No sabes, ¿verdad?
            Pues yo sí, lo he hecho desde que me acuerdo. Creo que fue desde que me caí con todo y el barandal del balcón de la casa de mis abuelos que estaba igual de vieja que ellos. ¡Ah, ya me acordé!, ese día estaba escupiéndole a las personas que pasaban por debajo. De pronto, ya nada más vi cómo el piso se acercaba muy rápido. Mi cuerpo salió de pésima calidad, no aguantó nada. ¡Y eso que sólo fueron tres pisos!





EL PALACIO DE LOS RELOJES
Herminio Martínez

Desde hacía varios meses, en Los Tordos, había corrido la noticia de que  el Gobierno Federal trasladaría la fábrica de hilados y tejidos a otra población, por lo que la gente andaba un tanto inquieta:
            —También nosotros nos iremos. De allí comemos y vestimos. ¿Ahora quién va alimentar a nuestros hijos?
            —Será una desgracia.
            —Una calamidad…
            —No vamos a permitir que se la lleven; y si se la llevan, nos iremos todos –les respondió un señor de barba blanca y pelo hasta los hombros-. Soy el mayor aquí, les aseguro que a nadie le va a convenir leer en los periódicos que, en Los Tordos, por culpa del Gobierno, las personas y los niños mueren de hambre.
            —¿Será?
            —¡Tienen que darse cuenta! ¡Ayúdenme! Si nos organizamos aún podemos salvar nuestra familia.
            —Nadie puede contra esos directores y esos mayordomos… Ya ven cómo nos tratan…
            —Todo depende de nosotros. Impediremos que entren; nos apoderaremos de la empresa –continuaba el viejo. 
Esto decían en las esquinas donde, por las tardes, los hombres se reunían a conversar y beber agua de frutas naturales que les preparaban sus esposas, antes de que los llamaran para el turno de ir a tejer cordones o colorear los hilos de las telas o echar a andar las más de cien ruecas amarillas, que en sus maderas llevaban grabada un águila y un sol que sonría, como en el dinero nacional.
            —¿Y si mejor le preguntamos a don Leo? –alguien opinó, trayendo a la memoria una vieja leyenda que acaso muy pocos conocían.
            —¿Don Leo? –exclamaron los más jóvenes.
            —Don Leo no existió. Es una antigua narración de cuando los españoles pasaron. El único que podría ayudarnos es el señor gobernador –continuó el que parecía el más viejo.
            —Él nunca viene… -murmuraron.
            —Tendremos que ir a verlo…-continuó el mayor-. Y, por favor, olvídense de don Leo y sus relojes. ¡Hay que hacer algo!
            —¿Relojes? –preguntaron.
            —¿Qué relojes?
            —Se ve que no todos oyeron esta historia… Pero es inútil pensar que exista. Es pura fantasía… -les dijo el hombre de la barba blanca, tras darle un largo trago a su olla de agua de limón.
            Sin embargo, entre preguntas y nuevas inquietudes, alcanzó a relatar cómo en aquellos tiempos vino a esta región un misionero de nombre Leonardo de Jesús, a quien los indígenas amaron y quisieron mucho. Le llamaban don Leo, por su bondad en la defensa de ellos ante las autoridades extranjeras.
            —Lo mataron… -intervino otro de los hombres-. Al menos eso es lo que se cree. Los soldados del Virrey llegaron a aprehenderlo para llevarlo a una prisión. Traían espadas, perros y caballos.
            El hombre del pelo cano hasta los hombros agregó que existía otra versión, en la que se contaba que en el momento en que lo iban a sujetar, un luminoso rayo salió de la montaña, cegando a aquellos hombres malos y llevándose a don Leo, a quien nunca nadie volvió a ver sobre la tierra.
            —¿Cómo? –exclamó otro joven.
            —Es lo que se ha venido repitiendo: que una radiante luz se lo llevó, como a una hoja seca o una gota de agua, dejando a todos los perros muertos y  a los soldados del Virrey ciegos y heridos.
            —¿Qué? –hicieron los que jamás habían oído este relato.
            —El final es el que a mí me parece más absurdo.
            —¿Por qué, tío? -le preguntaron.
            —Pues, ¡por absurdo! Imagínense: Se habla de que don Leo no desapareció, sino que los sacerdotes hechiceros, utilizando sus poderes mágicos, lo condujeron a una cueva escondida en el corazón de la montaña, donde hay un palacio de oro en el que están los inmortales.
            —¿De oro?
            —Es lo que algunos se imaginan -en eso pitó la fábrica-. Ya escucharon, jóvenes, ¡a trabajar! Nos llaman. ¿De verdad no quieren hacer nada? –aún les preguntó sin obtener otra respuesta.
            Melchor, uno de aquellos trabajadores que había escuchado con más atención al hombre viejo, esa noche, cuando volvió a casa y se durmió, tuvo este sueño: Un hombre luminoso, vestido con la túnica de los antiguos misioneros, le daba instrucciones para encontrar la puerta del palacio de oro. Se las dijo tan claras, que, al día siguiente, apenas se levantó, emprendió el camino.
            —En realidad no se halla lejos –pensaba-, sólo hay que atravesar el llano grande y alcanzar la cima de los acantilados de los Cuervos. Allí haré lo que me ha dicho el hombre en este sueño: tenderme boca abajo, en cruz, y pronunciar tres veces:
            “Soy yo, tesoro mío,
            abre la puerta,
            quiero entrar adonde
            los inmortales te custodian”.
            Cosas de la magia. Antes del medio día, Melchor ya se encontraba tendido boca abajo en el lugar, diciendo lo que tenía que decir. Un profundo sonido como de cristal, campana o piedra hueca, lo sacó de sus meditaciones:
            —Levántate, Melchor… -escuchó aquella voz que era la misma de su sueño-. Ya estás aquí, entra.
            —¿Don Leo?
            —Sí… -le respondió-. Don Leo.
            La entrada le pareció de fantasía. Había mil caballeros blancos dándole cuerda a mil relojes y mil caballeros rojos dándole cuerda a otros mil.
            Ante el asombro de Melchor, don Leo se puso a tararear:
            —Hay otros mil allá
            y otros más allá,
            porque de tiempo eterno
            el oro vestirá.


            Caminaban por unos corredores hechos de roca de cristal, hacia un salón inmenso donde los inmortales se reían, pero en cuanto miraron a don Leo, entonaron la misma canción con que Melchor fue recibido.
            —¡Que vengan los caballeros! –ordenó, como si fuera un rey y de inmediato otros mil, y otros, y otros, y muchos miles más, fueron pasando dándole cuerda a sus relojes.
            —¿Qué hacen? –preguntó el sorprendido visitante.
            —Aquí cada persona es un reloj –le respondió don Leo, rodeado de unos personajes indígenas, como los que Melchor alguna vez viera en los libros-. Hay que darles cuerda para que no pierdan el ánimo ni el ritmo de la vida.
            —¿Son muchos?
            —Tantos, que apenas si nos alcanza el tiempo para mantenerlos a todos caminando.
            —¿Y aquéllos? -volvió a preguntar Melchor, viendo unos relojes empolvados, ante una enorme pared que relucía como si su oro fuera materia ardiente.
            —Son las personas de tu pueblo. Nuestros caballeros ya se cansaron de darles cuerda, pues ésta se les termina cada vez más rápido. Y para que vuelvan a conservarla, era necesario que uno de ustedes mismos viniera a dárselas. Por eso te he traído. Al dársela tú, les durará todo el verano y tal vez hasta que vuelva a llegar la primavera. Pero comienza ya, son muchos y nadie podrá ayudarte. ¿Qué no ves que aquí todos se hallan ocupados?
            —Lo haré…, si usted me lo permite…
            —¡Comienza ya! –ordenó.
            En cuanto Melchor tocaba los relojes, estos se movían como si en su mecanismo hubiese un corazón latiendo. Algunos ya casi no se oían, pero otros sí. Entre extrañas músicas y canciones nunca jamás sentidas, finalmente terminó:
            —¿Y ahora?
            —Nada, ya puedes irte. Te acompañaré a la puerta –le dijo el personaje-. Ahora sí ya tienes mucho tiempo para hablar con todos y convencerlos de que lo que les conviene es no dejarse arrebatar la fábrica. ¡Que no llegue el otoño sin que hayan firmado los papeles! Diles que deben ir a hablar con el gobernador; a él, uno de los caballeros verdes ya le ha dado cuerda, está en su punto.
            —¡Dios mío! ¿Me habré vuelto loco? –pensó Melchor, al verse nuevamente entre los caballeros y los corredores de cristal.
            —No te has vuelto loco –le respondió don Leo, como si le hubiera leído estas palabras-. Únicamente me soñaste. Quiero que sepas que tú ya eres inmortal, vendrás acá cuando a tu reloj ya no podamos darle cuerda.
            —¿Mi reloj? ¿Dónde está? –le dijo.
            —Ese lo guardo yo…, aquí, en una de mis bolsas. Vete ya –le respondió don Leo, poniéndolo de nueva cuenta en el desfiladero de los Cuervos, de donde Melchor bajó con la velocidad de un ciervo, a comentarles a todos lo que había que hacer para que nadie se quedara sin trabajo.
            Lo recibieron con grandes muestras de cariño, porque pensaron que, en su desesperación, habría perdido la cabeza, yéndose a buscar empleo a alguna otra  ciudad. A Melchor le pareció increíble verlos tan entusiasmados con la fábrica, a punto, les escuchó decir, de ir a entrevistarse con el gobernador y aun con el Presidente, sólo para informarles que desde hacía dos meses, sus representantes tenían prohibido continuar allí, porque la empresa ahora le pertenecía a Los Tordos.
            —¿Pues cuánto estuve fuera? –le preguntó Melchor al hombre viejo.
            —¡Ay, hijo mío! -le respondió aquél-. Desde el otro verano desapareciste. Pero tu lugar como trabajador no se ha perdido, entra.

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