domingo, 9 de diciembre de 2018

EL VALLE DE LOS ESPEJOS DORMIDOS



EL VALLE DE LOS ESPEJOS DORMIDOS
Herminio Martínez

Por todos es bien conocido que la luna de invierno es una de las más bellas del año. Es tan grande y luminosa, que por poco y se parece al sol; lo único que los distingue es la frescura y el color azul.
 Hasta los pájaros la saludan con silenciosos cantos; los hombres la contemplan con alegría y asombro; los niños ven en ella gatos, perros, conejos y hadas, todos de color azul.
-¿De dónde viene este misterio? –se preguntan.
Los hombres les contestan:
-Tal vez de los instantes de una eternidad que nos vigila más allá de las estrellas y la noche… 
Los ríos reposan a su radiante claridad; toda la tierra se estremece en actitud de dar gracias a Dios por haberla hecho un jardín para su hijo el hombre: esta criatura bondadosa que lo mismo hace la guerra que produce flores.
Sin embargo, hubo una vez en que, cuando más clara se le podía admirar, el viento se la llevó lejos del orbe; se la llevó soplando y resoplando como a un globo grandote hasta que las personas ya no la distinguieron. Es lo que se cuenta. Desde el atardecer, cuando el crepúsculo ya casi terminaba, se sintió una corriente que, como si hubiera estado hecha de víboras, chillaba entre las casas y los árboles.
-¡Qué viento! –algunos exclamaban.
-¡Parece un huracán!
-¡Y miren cómo se la está llevando!
-¿A quién?
-¡A la luna, hombre!
-¡La luna! ¡Oh, la bella luna azul!
-La va rodando…
Tampoco era un huracán, sino una fuerza extraña que, en cuanto salió la enorme  lágrima de vidrio en la mejilla de la noche, la comenzó a empujar hacia un punto impreciso del universo sin fronteras.
En un instante, todas las naciones, todos los reinos, todas las ciudades, todas las poblaciones protestaron porque no habría más de esta luz para deleitarse desde los balcones o en el campo.
-¿Qué le pasó a la luna? –preguntaban los niños, que, aparte de los poetas, son los que más la echan de menos.
-Se la comió la noche… -algunos suspiraban.
Todo diciembre, enero y aun febrero, el mundo se mantuvo sin contemplar su brillo. Los gallos, en sus espuelas, se paraban tristes; los perros no dormían, las gallinas ponían su soledad entre once y doce. Y en todas partes y en cualquier idioma, los noticieros y los periodistas hablaban del “fenómeno”:
-¡Nos han dejado huérfanos!… -decían.
-Sin resplandor de luna….
Otros auguraban el fin de todas las especies:
-Sin luna no hay evolución… –aseguraban.
-Ni sentimientos.
-Ni canciones.
Y si alguien preguntaba el por qué, le respondían:
-Porque la luna es de agua y el sol nada más nos quema.
-¡Tenemos que hacer algo! –dijo un rey.
-¿Cómo qué, mi señor? –le respondió la reina.
-No lo sé…
Y efectivamente, el rey no sabía nada, pero sus ministros llamaron a los brujos.
-Ellos lo saben todo, Majestad… –le aconsejaron.
Los hechiceros, que tampoco podían ya trabajar a falta de los reflejos de esas noches sobre sus ensalmos y sus pócimas, hicieron referencia a una antigua historia narrada por encantadores y por magos, en todos los imperios que por su edad se remontaban más allá del tiempo.
-Allí se habla –comentaron-, que este momento, tarde o temprano llegaría. Es una vieja profecía. Iba a llegar para enseñarnos a conservar la Tierra.
-¡Uf! –hizo la reina tras un golpe de tos.
-¡Cuál es la solución! –ordenó el rey.
-Necesitamos hallar cien caballeros que no hayan cumplido los dieciocho años, que sean inocentes y hayan soñado la pureza.
-¿Pureza?
-La de la canción que hay en sus sueños.
-Y que estén dispuestos a viajar al Valle de los Espejos Dormidos a rescatar la luna –comentaron.
-Allá la llevó el viento…
-Pero es importante que sepan la canción…
-La de esta luz de que habla la leyenda. Y uno de ellos, el que llevaba el manuscrito, leyó en voz alta:
Dirán: algún viento hermoso
besa la luz y la inclina,
¿o de montaña vecina
baja un viento tormentoso?
Los elegidos ya la habrán soñado, majestad. Es lo que dice aquí.
Y quienes posean el don,
en sueños aprenderán esta canción…
La solución no le gustó al monarca, ¿de dónde iba a sacar cien caballeros inocentes que estuvieran dispuestos a marchar al Valle de los Espejos Dormidos?
Con todo, la reina le aconsejó que preguntara en las demás naciones. Y lo hizo. Envió emisarios, publicó edictos, mandó investigar si alguien conocía aquel canto. Más pronto de lo que él se imaginó, aparecieron los primeros diez jóvenes varones dispuestos a desafiar adversidades, a quienes en el sueño se les había revelado letra y música. Después llegaron veinte, luego otros diez, más treinta, quince y otros quince, hasta sumar los cien. A todos les preguntaban la canción y ellos la entonaban, como si desde niños se las hubieran enseñado.
-Bueno –señaló el monarca-, ¿qué sigue?
-Sólo marchar.
Los brujos les advirtieron:
-Ustedes, jóvenes, fueron los elegidos. Llevan su corazón en la limpieza de su sombra, que es la luz y el amor al mismo tiempo. Sólo caminen, las piernas de sus caballos los llevarán hacia los espejos y encontrarán la luna. Que nada los detenga. Pero no dejen de cantar. La estrofa que ya saben los salvará de todos los peligros. ¡Caminen, el mundo los aguarda! Díganle su canción a los espejos y ellos la harán volver a donde siempre estuvo.
Sin hablar, sólo mirándose y mirándolos, los cien recién venidos avanzaron por donde sus cabalgaduras los llevaban. A ratos parecían volar; a ratos se imaginaban en un sueño. Sus idiomas eran diferentes, pero podían darse a entender con sólo alzar la mano, mover un ojo, arquear la ceja o tocarse el pelo. Tampoco sentían que pasara el tiempo, porque no se cansaban ni había necesidad de beber o de comer. Si había alguna tormenta o extraños animales les gruñían, su voz los ahuyentaba. Únicamente repetían la canción:
Dirán: algún viento hermoso
besa a luz y la inclina,
¿o de montaña vecina
baja un viento tormentoso?
Finalmente, vieron brillar al pie de la montaña el Valle de los Espejos Dormidos, relumbrando al sol como si fueran lagos. Parecía una enorme ciudad que en lugar de casas tuviese espejos boca arriba, durmiendo cada uno con su luna.
-¡Válgame! -pensó uno de los jóvenes-, ¿y ahora?
-Cantemos -le respondieron los noventa y nueve a la vez, sin mover la boca.
-De acuerdo, hagámoslo.
Sonó la melodía en cada una de las mentes.
Entonces se abrió el cielo. Caía ya la noche, pero la luna, libre al fin, emergió poderosa de uno de los espejos, delante de los caballeros que cantaban, reían y no se fatigaban de exclamar:
Y quienes posean el don,
en sueños aprenderán esta canción…
El suelo resplandecía, la montaña iba adquiriendo un tono luminoso y hasta los mares, al otro lado del crepúsculo, recuperaban su sensación de ser una pradera con la piel de espuma.




DEL COINCIDIR EL DESEO
Diana Alejandra Aboytes Martínez

El gélido invierno transcurría. Los copos de nieve bajaban como algodones mecidos al viento. El espectáculo blanquecino revestía la ciudad. Los niños en el parque sonreían entusiasmados, pues sabían que era época de fiesta y regalos. Observaban tan buen comportamiento, que parecían otros a los que once meses atrás hacían travesuras por todos lados.
        En las calles, las luces y adornos que pendían de las paredes de las casas, parecían formar parte de una postal navideña. Por una de las ventanas se veía una niña acompañada de un hombre de pelo cano, sentados frente a la chimenea. Ambos platicaban y hacían bromas mientras asaban malvaviscos. En cierto momento, la pequeña con un dejo de tristeza en el rostro, expuso al abuelo su ilusión de tener una hermana, alguien con quien compartir los juguetes más novedosos que sus padres le compraban. No le agradaba mucho ser hija única. El hombre mayor, con ternura tomó de la barbilla a su nieta mientras le hacía saber que en días decembrinos, la magia de la bonaventura otorgaba a los buenos chicos lo que con el corazón desearan, así que si tanto lo quería, podía pedirlo y esperar con serenidad a que sucediera.
        Le propuso escribir su deseo en una nota y lo enviara al cielo por medio de un globo con helio. La tarde del día siguiente llegó el abuelo, con un globo color mandarina en las manos. La chiquilla apenas lo vio, corrió jubilosa a escribir en una tarjeta lo siguiente:
        “Querida hermana imaginaria, mi nombre es, Clarence Liperton.
Tengo 10 años, un perro y una ardilla. Estés en donde estés, comunícate conmigo. Tel. 865-901472. Forte de Barola.”
        Enrolló el papel y lo ató a la punta del cordel para después dejar ir el globo.

Algunas semanas pasaron y un día el ring del teléfono anunció que tenía llamada. La niña levantó la bocina y una voz infantil, que le pareció muy familiar, le dijo: ¡hola!




*Textos publicados en El Sol del Bajío, Celaya. Gto.

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