Publicado en El Sol del Bajío, de Celaya, Gto.
LLEGARON PARA QUEDARSE
“Si no llegó… es
porque no vino”.
El filósofo de Güemes.
En
el taller literario Diezmo de Palabras, tenemos muchos compañeros que recién se
han incorporado a nuestro grupo. Algunos de manera presencial y otros de forma
virtual. En el caso de nuestros narradores de la página de este domingo, son
tres participantes que cada miércoles, en la Casa de la Cultura de Celaya, se
reúnen para “tallerear” sus textos, igual que todos nosotros lo hemos hecho a
lo largo de varios años. De distintas edades, profesiones y actividades, los
une el amor a las letras. Contrario a lo que diría el filósofo de Güemes, ellos
sí llegaron para quedarse.
Un
mentiroso al que todos le creen, dos adultos mayores cuyas anécdotas son tan
comunes que todos nos identificamos con ellos y un ladrón que tiene una cita
con el destino, son las historias que hoy comparten con usted.
Julio
Edgar Méndez
PALABRA
DE MENTIROSO
Javier
Mendoza González
Terminada
la dura jornada laboral, Pedro abandonaba los campos de cultivo y regresaba
cansado a su pueblo. Sin perder el ritmo
del paso, bajo el castigador rayo del sol y ante la falta de compañía lanzaba
su incansable imaginación hacia mundos maravillosos y lejanos. Entre seres irreales y nuevos continentes el
tiempo parecía más corto, lo mismo que el largo camino. Una vez que llegaba al
caserío se sentaba a descansar bajo una refrescante sombra, mientras secaba el
sudor de la frente con su inseparable paliacate. Al verlo ocupar aquel sitio, con una sonrisa
y cierta ansiedad los paisanos se acomodan alrededor de él, principalmente los
niños, quienes por su inocencia tenían la mente tan dispuesta a imaginar cosas,
igual que “el Mentiroso”. Así le
apodaban a Pedro, pues las historias que a diario contaba eran de castillos de
cristal y mundos entre nubes rosas.
Acorde a las fantasías, los personajes que las protagonizaban iban desde
unicornios de suave pelaje, hasta caballeros de brillante armadura y gigantes
de un solo ojo. Luego de que el hombre
era rodeado por los lugareños, los atentos escuchas le decían con insistencia:
‘¡Anda!, ¡cuéntanos lo que viste de regreso al pueblo!’, para después guardar
absoluto silencio. Moviendo sus manos
con mucha gracia el aludido gesticulaba su rostro sonriente mientras relataba
la historia de la ocasión:
—Les
doy mi palabra, que hoy he visto -decía- princesas de exquisita belleza, aves de
colorido y largo plumaje, brujas de apetito insaciable.
Aún
sabiendo que todo aquello era invención de Pedro, la gente ponía atención, pues
con bellos relatos de final feliz colocaba en el rostro de los oyentes una
sonrisa, al mismo tiempo que los liberaba; aunque fuera brevemente, de la vida
real, tan llena de problemas y limitaciones.
Luego de prestarle oídos al “mentiroso”, los aldeanos volvían a sus
actividades, ya influenciados en el dulce sueño que esa noche gozarían.
Cierta
ocasión, mientras Pedro recorría una vez más el sendero que lo llevaba a casa,
un sonido celestial lo llamó a internarse en la maleza. Al abrirse paso entre la vegetación descubrió
un estanque de agua cristalina, que antes no estaba ahí. En la orilla había dos sirenas de fina
hermosura. Una de ellas comía manjares y
fruta exótica, tomados de una charola de oro que con apuros era sostenida por
un trío de duendecillos. La otra mujer,
con cola de pescado, entonaba a la perfección una melodía, mientras varias
hadas plateadas le arreglaban el sedoso pelo.
Para completar el majestuoso recital, cerca de ahí un fauno tocaba con
maestría una flauta de pan. Al ver
aquello el espía se quedó atónito, pero muy dispuesto a correr a toda prisa
para contarle al mundo entero lo que había presenciado. ¡Seguramente no le creerían! Tal vez dirían que era un loco o un
mentiroso. Sólo si llevara miles de testigos al oasis aceptarían su decir. Pero antes de que Pedro huyera, una de las
sirenas lo descubrió entre las ramas. Entonces la fantástica criatura
interrumpió su canto y para mantener a salvo ese maravilloso universo irreal
colocó el dedo índice frente a su linda boca, indicándole al testigo que no
dijera nada. Entusiasmado, Pedro corrió como nunca lo había hecho. Alcanzado su reservado asiento, antes de
contar la aventura tomó unos segundos para recuperar el aliento. Como de costumbre la gente lo rodeó y como
siempre le preguntaron:
—¿Qué
has visto hoy?
Reconociendo
que hacía lo correcto, con la imagen de la dama del mar en su cabeza, sin
desviar la mirada perdida y haciendo alusión a su apodo, el mentiroso sólo
dijo:
—Les
doy mi palabra de que hoy no he visto nada.
LOS
TÍOS Y EL MOSQUITO
Verónica
Salazar García
La
negra noche cubrió con su manto la pequeña ciudad donde viven los tíos, Cata y
Rafa. Su hogar se encuentra alumbrado con luces que brillan cual luciérnagas revoloteando
en la noche. Los tíos se disponen a descansar, el día ha transcurrido sin
contratiempos a excepción de que el tío Rafa fue a correr (según él) al parque
cercano a su casa y se siente muy cansado (y como no, si nunca hace ejercicio)
por el esfuerzo realizado, así que apuro a la tía Cata para tomar su merienda e
irse a dormir temprano. Refunfuñando, la tía Cata terminó de hacer lo que le
faltaba para irse a dormir y, con sumo cuidado, entró en la recámara donde el
tío Rafa ya estaba dormido y se metió a la cama sin hacer ruido, disponiéndose
a descansar. Tendría escasa media hora que se había dormido, cuando un mosquito
comenzó a zumbar cerca del oído de la tía Cata, perturbando su sueño, que era
ligero. Medio dormida y en la oscuridad de la noche dio de manotazos, pero
nada, el mosquito seguía dando lata y la tía ya se había dado una bofetada
tratando de quitárselo de encima, pero el mosquito danzaba de aquí para allá: Zum,
zum, zum, zumbaba en el oído de la tía como si fuera un avión y tal pareciera
que se burlaba de ella cuando ésta le tiraba algún manotazo. Cansada del
mosquito se levantó y prendió la luz. Y por supuesto, ante tanto alboroto el
tío Rafa se despertó, lanzando al instante un grito semejante a un rugido:
—¡Cata!,
¿qué diablos estás haciendo, que no me dejas dormir?
—Calma,
Rafa, que hay un mosquito dando lata.
—¡Ya
mátalo, que quiero dormir y no me dejas!, -le grita furioso.
Con
voz paciente, la tía contesta:
—¿Qué
crees que estoy haciendo?, ¡trato de matar este insecto!
El
mosco es pequeño y vuela veloz de un lado a otro y la tía Cata, desesperada
trata de alcanzarlo, pero éste se le escapa por todos lados, de pronto ya no lo
ve y la tía se pone a la expectativa. En ese momento un fuerte grito se escucha
en el silencio de la noche, la tía Cata se sobresalta, es el tío Rafa que grita
molesto.
—¡Cata,
Cata, el mosquito está estacionado encima de mi cabeza!, ¡quítalo!
—Calla,
Rafa, que con tus gritos despertarás a todo el vecindario.
—¡Quiero
dormirrrrrrrrrrrrr y este molesto mosquito no me deja!
—Espera,
Rafa, ahora te lo quito.
Y
sin más, la tía Cata se para sobre la cama y empieza a perseguir al mosquito
dando de brincos sobre la misma, causando molestia y enojo al tío, el cual ya
se ha despertado totalmente.
—Cata,
¿eliminaste al molesto mosquito?
—No,
Rafa, se me escapó.
—¿Y
qué va a pasar?, yo ya no puedo dormir.
—Deberías
ver la tele, posiblemente te arrulle o a lo mejor hay fut-bol, vete a la sala.
—Ay,
Cata, hace frio y a esta hora no hay fut-bol.
—Mira,
Rafa, perseguir al mosquito me ha cansado, así que yo dormiré y no quiero que
estés molestando porque te va a pasar lo que al mosquito y que no viste.
Con
voz quejumbrosa Rafa le pregunta: —¿Y qué le pasó?
—Pues
que le di un aplauso.
—¿Cómo
un aplauso?
—Sí,
le di un aplauso, con mis manos así: -diciendo esto, las junta fuerte- sólo que
a ti te lo daré sobre tu cara si sigues dando lata.
Y
dicho esto, la tía Cata se acomoda y se duerme dejando al tío Rafa
desconcertado y lo peor: con insomnio.
EL
PARAGUAS
Adolfo
Galván Ulloa
El
hombre viejo fue empujado violentamente contra el coche estacionado. Su
paraguas negro rebotó contra el pavimento y rodó debajo del auto. El ladrón
puso la pistola en la frente del anciano y le dijo: “Ya valiste hijo de p... ,
daca todo lo que traigas, rápido c... o te lleva la ch...”, al tiempo que le
daba tremendo culatazo en la sien derecha. El hombre, temblando
perceptiblemente y sin hacer demasiado caso de la sangre escurriéndole por la
mejilla, empezó a sacar de sus bolsillos un surtido de pobres pertenencias: un
peine, un pañuelo arrugado y sucio, dos boletos del Metro, una pluma Bic, unas llaves y finalmente una
cartera brillante por el uso y visiblemente deteriorada. El ladrón arrebató la
cartera y sacó dos billetes de cincuenta y uno de veinte. Revisó detenidamente
el resto y pudo comprobar que sólo había un retrato de mujer con dos niños, una
credencial de elector y otra del Insen. Despreció el reloj al ver que era un Casio de plástico. Abrió el cuello de la
camisa del hombre en busca de cadenas y emitió una maldición al ver que sólo
portaba un escapulario de la Virgen del Rayo. Zarandeando al hombre por las
solapas del saco le dijo: “Me llevo tu cartera hijo de la ch..., para saber dónde
vives, por si se te ocurre rajar, c...”, y dándole otro culatazo, esta vez en
la oreja izquierda, dejó que el hombre cayera sobre la banqueta, prácticamente
inconsciente, y echó a correr guardándose la pistola en la cintura.
“Inch´
viejo puto, no traía nada, ni valió la pena”, iba rezongando el ladrón mientras
atravesaba corriendo la calle, “¡Chicos ojotes que peló cuando vio la fusca!”,
diciendo esto soltó la carcajada. En su descuidada carrera no se fijó que
atropellaba a un vendedor de merengues, haciendo que toda la mercancía saliera
rodando en distintas direcciones. “Fíjate por donde caminas güey” le alcanzó a
gritar. “Se ve buenona la vieja del retrato, ha de ser la hija con sus mocosos;
a lo mejor le hago una visita, quien quita y esta noche cena Pancho”, sonrió
mientras empezaba a bajar corriendo las escaleras del Metro. En el segundo
tramo resbaló con una cáscara de mango y cayó rodando. Se levantó desconcertado
revisándose la ropa y comprobó que sólo tenía unos cuantos raspones en codos y
rodillas. “Álzalas, güey”, se regañó a sí mismo. Como de costumbre, se brincó
sin pagar las aduanas de la estación y bajó apresuradamente a los andenes,
donde había mucho más gente que la habitual esperando el tren. “¿Qué pasa, hay
manifestación?” Le pregunta a una muchachita con aspecto de estudiante de
secundaria. “Avisaron que el tren se va a tardar unos minutos más, porque hay
problema de tráfico”. “Gracias, reina” dice el ladrón al tiempo que aprovecha
para manosear el trasero de la estudiante. “Al rato torteamos a gusto”, dice
mientras avanza empujando por entre la multitud para ganar un lugar en el
frente.
Esperando
impaciente, piensa que este día necesita hacer cuando menos dos o tres
trabajitos más, “Para chivo, chupe y perico”. La multitud ha crecido y se agolpa
en el filo del andén. El ladrón, que ha logrado colocarse a modo de ser de los
primeros en subir, oye el rumor del tren que se acerca. En el preciso momento
que el primer vagón asoma en la estación su trompa anaranjada, la contera de un
paraguas negro aparece entre la gente y da un fuerte empujón en medio de los
omóplatos del ladrón, el cual cae hacia las vías, exactamente un segundo y
teintaycinco milésimas antes de que el tren avance rugiendo por la estación…
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