CIRCO, MAROMA Y TEATRO
—Bienvenido al circo brigada. Le aseguro que no se va
a aburrir.
De eso no me cabía duda. Lo que me preguntaba era si
me tocaría hacer de payaso como de costumbre, o de comida para el tigre.
Lorenzo
Silva, autor español.
RAYAS
Herminio
Martínez
—¡Don
Plácido! -exclamé al ver al hombre sentado delante nada menos que de la jaula
de los tigres-. Pero hombre de Dios, ¿qué hace usted aquí? Se va a resfriar.
—Cuidándolo…
-respondió él con una tristeza que me dio lástima-. Es lo que hago desde hace…
ocho años.
—¿A
quién, qué cosa, hombre?
—A
mi hijo… -sollozó-. Desde ése día vago detrás de él, de feria en feria y de
pueblo en pueblo.
—Vamos
–le dije, poniéndome a su lado-. Usted ya no está para estos trotes. Déjelo que
haga por la vida él solo. Somos de la misma edad, si acaso uno o dos meses… En
muchas ocasiones Luis Manuel me comentó que su mayor deseo era trabajar en
algún circo, ¡de verdad, don Plácido! Si ya está aquí, pues déjelo.
—¡Hasta
que muera él o muera yo será éste mi destino! –argumentó tajante y comenzó a
llorar.
Al
terminar la telesecundaria, como lo hicimos los demás, Luis Manuel sintió el
deseo de irse a la ciudad. En el pueblo no había bachillerato, pero don Plácido
se opuso con argumentos que a nadie convencían: “Te vas a pervertir. Lo único
que los jóvenes hacen allí es divertirse; se van con las mujeres, no estudian,
fuman, beben, duermen en el antro. ¡No! Tu madre ha muerto, somos nada más tú y
yo, pero tenemos tierras, ganado, las gallinas, este tractor. ¡A trabajar se ha
dicho, a trabajar!”. Fue su respuesta. Pero Luis Manuel de todas maneras se las
ingenió para inscribirse conmigo en el bachillerato, al que estuvo asistiendo
hasta que definitivamente se perdió; es decir, ya no lo vimos más.
—Sucedió
en ese tiempo…-continuó el hombre-. Cuando me desobedeció para irse a la
ciudad. Sé que iba contento y que iba bien. Hasta que se lo prohibí definitivamente,
advirtiéndole. “¡Y si no me escuchas, te va a caer mi maldición! ¡Serás un
perro!”… Y en perro se trasformó mi hijo.
—Oiga…
-iba a hablar, pero don Plácido no interrumpió el relato.
—Permíteme,
Isaías; por favor escúchame; tú estuviste con él; lo conociste; era un muchacho
noble, bueno, amoroso… Muy sonriente.
—¿Un
perro? –insistí.
—¡Un
perro! ¿Te das cuenta? –continuó-. A nadie, jamás, le revelé el secreto. Nada
más a ti. Y no, no desapareció, ni emigró a otro país, ni lo secuestraron, ni
se fugó con una mujer de Cacalote. Fue la maldición, Isaías, la maldición de un
padre… Tras mis palabras dejó su forma de hombre; le salieron orejas, cola,
colmillos, mucho pelo y ya no habló. Sólo ladraba, echándose a mis pies. “¡Dios
mío!, ¿qué hice?”, me arrepentí; mas ya era tarde. Un día supe del mago, el de
este circo…Lo vi en una función. “¡Magnífico! –pensé-. Si convierte papeles en
palomas y pañuelos en víboras, podrá ayudar a Luis Manuel. De eso estoy seguro.
Iré a pedirle ayuda”. ¡Claro que lo ayudó! Le dio algo de beber; le echó
conjuros… Y desde entonces, muchacho, aquí estoy, siguiéndolo, mirando cuánto
come, qué come; cuando lo sacan de la jaula para que salte por un aro
encendido, sintiéndolo pasar y verme con esos ojos que tanto me recuerdan a su
madre.
—¿De
verdad?
—Allí
está, el poder del mago logró que dejara de ser un simple perro.
Por
instinto volteé hacia la jaula donde una sombra se movía. También don Plácido.
Un rugido estalló. Pero no era la voz de cualquier fiera, sino un derrumbe de
sonidos, un estruendo largo, que, tras hacerme estremecer, me llevó hasta los
años cuando aquél joven y yo en su camioneta viajábamos a la ciudad donde había
el bachillerato, él con los libros y sus cuadernos escondidos en una caja de
madera debajo del asiento; conversando, haciéndonos preguntas sobre las
materias que cursábamos.
No
pude resistir; me acerqué un poco más a
verlo y sí, aquel enorme tigre era el hijo de Plácido Santana. ¿En que lo
descubrí? En algo más masculino que
animal: las pupilas, su andar, el duro pecho y la suave sonrisa que, pese a los
rugidos, era la misma de él. De nadie más. Sólo mi gran amigo sabía reírse así.
Ah, y la gran mancha entre la nariz y uno de los párpados.
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