Sol del Bajío, Celaya, domingo 23 de diciembre de 2012
DIEZMO DE PALABRAS
SOL INVICTUS
“—Espíritu, —gritó, agarrándose a la vestidura—; escúchame. Ya no soy el hombre que era, y no seré el hombre que hubiera sido, a no tener la dicha de que me visitárais. ¿Para qué me habéis enseñado esto si no hay ninguna esperanza?”
Cántico de Navidad. Charles Dickens
Si estás leyendo esta página, querido lector, el mundo no se terminó. Lo que debería terminarse es la superstición, porque es de muy mala suerte. Pero estamos en medio del sol invicto, el solsticio de invierno. Mes Panquetzaliztli, con el advenimiento de Huitzilopochtli en México-Tenochtitlan. Algunos estarán celebrando las antiguas fiestas al sol. Como Apolo, en Roma; Helios, en Grecia; Mitra, en Persia. El nacimiento de Frey, dios nórdico de los escandinavos. El Cápac Raymi de los Incas. Los angloparlantes utilizan el término Christmas, ‘misa (mass) de Cristo’ y en el mundo hispano, natividad o Navidad. El sincretismo religioso en su expresión semántica más amplia. Todas las personas tienen una fe y una razón, pero también aquellas que no la tienen, están en lo cierto. Lo importante es celebrar el ingenio del ser humano para olvidar por un momento lo negativo de los dramáticos tiempos que nos han tocado vivir y enfocarse en lo positivo.
Nos toca a nosotros, en el Diezmo de Palabras, celebrar la recuperación del Cronista de la ciudad, Herminio Martínez, quien estará de vuelta en su oficina a partir de la segunda semana de Enero del 2013. Con su palabra siempre rica en expresiones lingüísticas, metáforas navegantes y el buen humor que lo caracteriza. Dice Herminio que, a raíz de la intervención quirúrgica en su cerebro, le borraron la imaginación; lúdico ejemplo de su capacidad creativa intachable.
Así que si el mundo no se acaba (esto lo escribo en las vísperas del décimo tercer b'ak'tun maya), si tu mundo sigue firme –aunque se mueva-, te invitamos a participar en el Diezmo de Palabras en la era post-apocalíptica. Todos los martes a partir del 8 de enero, 6 de la tarde. Casa del Cronista, en Blvd. ALM, detrás de la casa de la cultura.
Sin prejuicios ni dogmas, sin fanatismos pero tampoco con escepticismo rampante; dejando de lado lo cursi, obviando el chauvinismo de las expresiones arcaicas, quizá no haya mejor manera de formar parte de la cosmovisión de casi todas las razas y lenguas que la celebración misma de la vida. El nacimiento de lo verdaderamente bueno, la unión de gran parte de los habitantes de este planeta bajo una sola premisa: Paz y buena voluntad con los hombres.
Julio Edgar Méndez
LA LEYENDA DE LOS DÓLPHINES Y LOS HÚMENOS
Por Cintli Soriano Rivera
(Compañera mexicana/española. Este cuento lo escribió a la edad de 12 años).
Hace muchos años había dos razas de hombres. Una vivía a orillas del mar y la otra, tierra adentro. Dólphines y húmenos eran sus respectivos nombres. Era fácil distinguirlos, pues la primera, a causa del sol, el yodo de la mar y el tipo de alimentación, tenía un tono grisáceo. Su ropa era escasa y su estilo de nadar era impulsándose mediante la ondulación de su cuerpo. Así, las extremidades inferiores, les otorgaban gran rapidez. Eso les permitió desarrollar cuerpos espigados y grandes pulmones. Su carácter siempre era alegre, festivo, pues gozaban del mar y en él jugaban ante cualquier pretexto. Su vida giraba en torno al mar; no tenían de qué preocuparse, su existencia estaba resuelta: jamás habían tenido que pelear por algo o contra alguien, el alimento abundaba en el agua.
La otra raza había escogido un lugar distinto donde vivir. Cubrían totalmente su cuerpo, pues las inclemencias de sus altas montañas les obligaban a resguardarse del frío. Su piel era rosácea y a causa de las bajas temperaturas había desarrollando mucho bello en su cuerpo. Se alimentaban de la caza de otras bestias de la montaña y también de ellas debían cuidarse. La vida ruda para la supervivencia, les hizo de un carácter más hosco, menos alegre. Fortalecieron así sus brazos y piernas. Corrían rápido y empezaban a desarrollar la lanza como extensión de las extremidades naturales, pero eran bruscos y toscos hasta entre ellos.
Una y otra raza sabían que procedían del mismo origen: el mítico Hed-en, «La tierra del final de los caminos», un lugar donde todo era abundancia, agua y comida; donde se amaban unos a otros, pues cada cual necesitaba del otro y tenía el mismo origen. Pero, ahora nadie sabía hacia dónde estaba. Los hermanos, hijos de la primera pareja, Gea y Ra, habían desarrollado envidias entre ambos, creyendo ver en el otro al hijo favorito de sus padres. Uno pretendía verse muy responsable a los ojos de los progenitores y echar en cara la frivolidad del otro. Su hermano, por su parte, alegre, pretendía identificar cómo se debía disfrutar de los dones del Creador; quería demostrar con su actitud que no gozar de los obsequios divinos, era dejar de reconocer el favor de lo otorgado.
La tensión llegó a tal punto, que un desafortunado encuentro entre hermanos provocó la muerte del padre, que quiso evitar la afrenta, el que se ofendieran uno al otro con heridas físicas y morales muy profundas, irreconciliables. El resultado fue inevitable. Los hermanos abandonaron Hed-en, porque estaban seguros de que la madre los castigaría muy severamente. Uno decidió asentarse a orillas del mar y el otro, optó por internarse en la montaña, lo más alejado de su hermano.
De ahí venía cada raza. Pero eso había ocurrido hacía tanto tiempo que algunos pensaban que era producto de un cuento o de una invención.
Todo transcurría en paz en las montañas y junto al mar. Ninguna raza se ocupaba de la otra. Vivían en la indiferencia. La soberbia de pensar que su modo de vida era mejor que la del otro, les impedía entablar alguna relación. O quizá, en la sangre llevaban la ofensa de los hermanos de los que descendían. Así transcurrió tiempo, hasta que se perdieron de vista los unos y los otros. Ya sólo se hablaba en las viejas historias de los parientes lejanos, pero no había alguien en cada tribu que hubiera visto a los otros.
Fue entonces cuando vino la era glaciar. Las bajas temperaturas hicieron presa de toda la tierra. Los hielos se extendieron por doquier. La comida empezó a escasear, pues las presas pequeñas empezaron a morir congeladas o por hambre: las hierbas ya no brotaban en el gélido suelo. Los animales mayores entonces invadieron las tierras bajas, cerca del mar, migraron hacia lugares más cálidos.
Los dólphines, para resguardase del frío, empezaron a frecuentar con mayor regularidad el mar, un ambiente más templado, particularmente bajo la superficie. Pasaban así más y más tiempo sumergidos. No obstante, seguían manteniendo sus palafitos a la orilla del mar, pues aún no habían aprendido a dormir en las aguas, sin ahogarse.
El temible Dientes-de-sable, un felino de alta ferocidad, empezó a encontrar como presa fácil a los risueños dólphines, particularmente a las crías, poco previsoras y muy lentas para escabullirse por el mar. El frío de las noches recrudecía, por lo que no podían ya habitar sus casas elevadas. Dormían a la orilla del mar, con el cuerpo en el agua, para no ahogarse. Eso lo aprovechaba Dientes-de-sable.
Su población diezmaba gravemente. Parecía que finalmente la raza que daba alegría a las orillas del mar, llegaría a su fin. Los dólphines no sabían cómo combatir al enemigo, nunca habían luchado. ¿A quién pedir auxilio? Localizar a sus hermanos de raza... ninguno de ellos estaba preparado para alcanzar las grandes alturas donde vivían los húmenos y nadie sabía si era verdad que existieran.
La razón por la que apareció Dientes-de-sable cerca del mar, también llevó a los húmenos a esas latitudes: la búsqueda de presas para alimentarse. Llegaron muy a tiempo cerca de las orillas del mar para buscar comida. Así, por fin se vieron.
Al principio no parecieron reconocerse. Después de siglos, llegaban a verse frente a frente. Cor-mag-non, rey de los húmenos, dio el primer paso. Se acercó, sin salir del asombro, a aquel grupo grisáceo. Las viejas historias eran ciertas. Encaró a Flip–úm–per, líder de lo dólphines. Su rostro tenía una nariz muy puntiaguda, a diferencia de lo chato de la suya. Sentía verse a sí mismo, pero deformado. No obstante que jamás se habían encontrado, parecía resurgir en su fuero interno el rencor de las leyendas. Cor-mag-non alzó su enorme hacha amenazadora. Flip–úm–per menos repuesto del asombro empezó a sentir terror. Su raza no sabía defenderse, pues jamás habían tenido enemigo. Pero algo detenía en su fuero interno a Cor-mag-non. Emitió un potente grito para asestar el golpe, pero el corazón no lo dejaba. Sus músculos, tensos, le reclamaban sangre, pero ésta misma detenía su muy fuerte brazo para asestar el golpe mortal a Flip–úm–per. Las razas, detrás de cada líder, estaban expectantes. El rugido de Dientes-de-sable se escuchó a lo lejos. Era el fuerte sonido de una victoria que no había luchado. Habría carne fresca en breve entre muertos y heridos, sin haberse molestado en pelear por ella.
El instante se prolongaba sin un resultado definido. El mundo parecía estar congelado demasiado tiempo. No se perdonaba la vida al dólphine, pero tampoco se le arrebataba.
La mujer de Flip–úm–per fue quien resolvió la tensión. Juguetona como siempre, se acercó con una enorme sonrisa y dijo a su pareja, en palabras con extraño acento y curiosas deformaciones de tonos para Cor-mag-no, pero reconocible a pesar de los tiempos: «Observa, sabio líder, cómo nuestro hermano nos enseña a gritar para espantar al enemigo Dientes-de-sable y cómo levanta su mano amenazadora para infundir terror. Es verdaderamente algo maravilloso. Abraza cordialmente a tu hermano y agradece su gran enseñanza».
Flip–úm–per, fácil para la risa, mostró sus pequeños dientes, debajo de esa enorme nariz y con tras el abrazo dio un beso a la mejilla de Cor-mag-non. El desconcierto cimbró al líder de los húmenos, pero su tribu interpretó con gran emoción la afectiva bienvenida del pariente lejano. Las dos tribus festejaron con gritos el recuentro de razas.
Se impuso la sangre. Pactaron.
Los dólphines prepararon un gran banquete para los hambrientos húmenos. Jamás habían comido pescado y mariscos. El hambre les hizo no rechazar el ofrecimiento, pero lo crudo los desalentó. Acostumbrados a asar la carne probaron lo mismo con los pescados. El sabor cambió... y también descubrieron la sal.
Su necesidad de comida estaba satisfecha. El hambre que los llevó a dejar las montañas y casi amenazar a sus hermanos del mar, ahora se alejaba.
Húmenos y dólphines se sentían felices, pero no duró mucho la algarabía: Dientes-de-sable abandonó su escondite para atacar a un pequeño grisáceo. El pequeño de Flip–úm–per, jugando, se había alejado del resto de los dos grupos. Un nuevo rugido cimbró la orilla del mar. Pero éste no venía del Dientes-de-sable... fue Cor-mag-non, que con gran destreza, imprimía gran fuerza al golpe mortal que asestaba en la cabeza de la amenaza.
Los hielos poco a poco fueron retirándose de las tierras bajas. Al mismo tiempo, los dólphines lograron depender menos de tierra firme. El tiempo les permitió acostumbrase a dormir en el agua. Las orillas ya no eran seguras, a pesar de contar con los húmenos.
Nuevamente, se quedaron solos y al paso del tiempo dejaron de oír los chillantes saludos de sus hermanos del agua en las orillas.
Los siglos han transcurrido. Ahora los dólphines se han adaptado totalmente al mar. Ya no lo abandonan en absoluto, pues su evolución los ha llevado a que no pueden sobrevivir sin humedad en la piel. Sin embargo, no han olvidado su deuda. Por eso cuando un descendiente de los húmenos, ahora llamados humanos, se encuentra navegando, los delfines lo escoltan en su travesía. Y si por alguna razón un tiburón —enemigo natural de los humanos— atacan, de algún lado aparecen los risueños delfines para defender a sus hermanos en peligro. El tiempo ha hecho que nos olvidemos que somos la misma raza, humanos y delfines… aunque, en realidad, todas las especies de animales están emparentadas. Al menos, así era en Hed-en. Los humanos tenemos mala memoria. Con amorosa paciencia, Gea aún nos espera...
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