jueves, 20 de noviembre de 2025

Sepa la bola

 


SEPA LA BOLA 

Patricia Ruiz Hernández

¿Cuándo acabaría aquella lucha?, se preguntó Gabino mientras permanecía hipnotizado con la llama de una fogata. Habían pasado siete años desde que se unió a los alzados, viviendo en una orgía destructiva. Debía espantar el miedo y cuidarse de que el los federales le dieran un tiro. Los compañeros caídos yacían en tumbas colectivas y otros fueron incinerados en torres humanas después de las batallas. La tropa estaba acuartelada en la hacienda Los Alacranes. Fue abandonada por sus moradores originales. Ellos huyeron al saber que se acercaban los revolucionarios.

A su lado estaba Melitón, un señor recién llegado a la hacienda. Los acompañaban una docena de hombres. Para domar el sueño se pusieron a conversar.  

─¿De dónde eres, muchacho? ─preguntó Melitón.

─De un rancho, allá por Salvatierra ─contestó Gabino, envuelto en una cobija multicolor.

─Andas muy lejos de tu tierra. ¿Qué hacías en tu pueblo? ─preguntó Melitón, acomodándose el sarape para cubrir el frío de la noche.

─Sembraba máiz con mi pa.

─Te miras muy tierno  ─afirmó  Melitón─. ¿Cuánto hace que andas con la tropa?

─Desde que empezó este argüende. Yo tenía como diecisiete cuando me junté con los agraristas, pelié contra el presidente Díaz. Mi pa era recio conmigo, a puros cuerazos me traía. Antonces vi la oportunida.

─Eres traga años, muchacho. Yo soy de Durango, antes trabajaba en las minas. Llegué acá andando con la bola.

─Aquí nos hacemos hombres a juerzas, ¿o no?

─Sí. Se me afigura que ustedes, los de la tropa, nos miran con disconfianza a los recién llegados, ¿será porque algunos jueron porfiristas, huertistas, o pior: carrancistas? ─preguntó Melitón estirando las piernas entumecidas y tronando las rodillas–. Yo Jui maderista, pero cuando mataron a don Panchito me volví villista.

─ Sí,  pa que es más que la verda, hay disconfianza. No vaya a resultar que sólo vengan a echar tanteadas -Gabino hizo una pausa para terminar el espinoso tema-. Aquí todos semos leales a mi general Villa.  Vamos a unirnos a su tropa en Chihuahua.  

─Todo sea por la causa. Dios mediante, cuando termine este mitote, tendremos un pedazo de tierra que nos dé pa comer ─a Melitón le brillaron los ojos por la ilusión de ser propietario de una parcela─.  Manque ya estoy viejo, quien quita y se haga el milagro.

─Seremos libres –agregó Gabino-. Ya no trabajaremos como mulas.

            La libertad era el ideal por conquistar, se repetía como un rezo.

Poco después dejaron las confidencias para compartir una botella y desentonar canciones.   

En la madrugada, Gabino se fue a dormir junto a Eufrosina, una mujer viuda. Ella perdió a su marido en batalla. No había tiempo ni disposición para guardar luto. Se convirtió en su maestra en el despertar sexual. Era común que el muchacho durmiera con ella en el petate del muerto. En días apacibles, ambos retozaban en el campo y a las trincheras le daban uso nada bélico. Cuando la tropa saqueaba algún pueblo o hacienda, Gabino le regalaba rebozos de seda, vestidos, perfumes u otros afeites. Ella los usaba para emular a las catrinas que vivieron en la Casa Grande, cuyos retratos colgaban en la sala.

Por la mañana, Eufrosina se unió al grupo de mujeres que molían el maíz en el metate, enseguida hacían tortillas, frijoles y huevos. Las raciones debían alcanzar para todos. ”Ya están echando tortillas”, dijo Gabino a Melitón al observar el humo salir de los fogones. Se acercó a la improvisada cocina sin disimular su impaciencia. “Están güenas las gordas”, expresó al saborear el primer taco. “Ya no alcancé blanquillos”, se quejó Melitón. “Los caballos tragan mejor que nosotros”, añadió con amargura. Sólo en días especiales comían cecina o pollo, pues el corral estaba semivacío.  

Con el último taco en mano, Gabino acudió al patio de la hacienda al escuchar los gritos del coronel Hernández, quien estaba malhumorado y aderezaba las órdenes con palabrotas. “¡Tú, tísico, ven para acá! –señaló a Gabino-.  Tú y tú…­” ─eligió a una docena de hombres. El joven le perdió el miedo. Con el tiempo aprendió que era más grande su ladrido que su mordida.  Hernández formó una brigada para ir al pueblo cercano a descargar vagones. La comitiva acudió en varias carretas a la estación de ferrocarril. Para decepción de Gabino, la carga sólo contenía armas y municiones. Prefería que trajeran maíz, trigo o frijol. Los sacos de granos eran cada vez más escasos. Le pasó por la mente protestar. La tropa estaba maltragada. La única panza llena era la de los caballos, sin embargo, la queja se la guardó para sí mismo: “Mejor no digo nada. Por andar de hocicón capaz y me fusilan”.

Al llegar con el cargamento a la hacienda, el coronel Hernández fue cuestionado por el general Solís del por qué la dotación de armas era menor a lo esperado. ”¡Me hierve el buche!, ¿por qué diantres no llegó todo el parque? ¿Cómo vamos a pelear con eso?”, gritó. Nadie lo sabía.  

Ese día llegó un emisario con novedades. Dio santo y seña del número de bajas y heridos en diferentes batallas. Habló de la muerte de algunos caudillos insurgentes. Contó que hubo una masacre en el pueblo de los Saltamontes donde un batallón insurrecto intentó tomar esa población, mas los federales los superaron en soldados y armas.  “Se metieron entre las patas de los caballos”, afirmaron algunos oyentes al conocer el relato.  “¡Ya vienen los federales y son como cinco mil!”, dijo con preocupación el enviado. Sin embargo, el general Solís se mostró tranquilo y desmintió al emisario. Argumentó que de acuerdo con otra versión sólo eran quinientos soldados federales.  “¡Con esos sí podemos!”, “¡Vamos ganando! ¡Viva la revolución! ¡Viva la libertad!”, exclamó con viril orgullo el coronel Hernández, encargado del discurso motivacional. Otros oficiales, por el contrario, hablaban con preocupación de las notables victorias federales. Gabino no sabía qué pensar. Separar hechos de rumores era imposible. Las gacetas publicaban: “La revuelta del norte está agonizando”, de lo que se hubiera enterado si supiera leer.

Los oficiales comenzaron a dar órdenes y contraórdenes. Un confundido Gabino preguntó a Melitón qué era lo que se escuchaba en el ir y venir de personas en la hacienda. El hombre informó: “¿No oyites que los pelones mataron con granadas a muchos, a cuántos?, ve tú a saber. También se traen una alegata por las ideas quesque anarquistas del general Solís. Y para acabarla de joder, dicen que anda cerquita la banda de los Colorados. Esos nadamas queren amolar al prójimo.”

La última instrucción a la tropa fue que debían esperar en la hacienda hasta nuevo aviso. Todos decían estar preparados para entrar en acción. Al parecer pronto se escucharía el toque de diana y la estridencia de las ametralladoras.  

 

Al día siguiente, Gabino fue al granero en donde su voz producía eco por la ausencia de granos. Ahí estaba Melitón, acostado con la panza para arriba, tomando una siesta. El muchacho ya le tenía paternal cariño al viejo. Fueron a caminar al campo, ambos pensaban que quizá era la última vez que estuvieran juntos. Cortaron unas raquíticas tunas de la nopalera y se fueron a sentar bajo un árbol. En una cerca de piedra colocaron sus sombreros.  

─Esas nubes son de agua, va a llover -afirmó Melitón, señalando el cielo─.  Vienen muy abajo y cargaditas. Ya es tiempo de la siembra de temporal. Las nubes que parecen borregos son de frío.

─¿Usté era gente de campo?

─Sí, eso fue antes de entrar a las minas. Pero le sigo teniendo querencia a la tierra.

Mientras conversaban, Gabino dibujó en la tierra un rectángulo con una rama. A la figura le agregó líneas paralelas que imitaban surcos de siembra. La agricultura fue su primer oficio antes de aprender el lenguaje de los tiros. Sentía, más que nunca, la necesidad de ser el campesino que participa en la magia de transformar la semilla en alimento.

─Me cuadran harto las parcelas llenitas de máiz –afirmó Gabino.

─Y a mí me gustan los árboles cargaditos de frutas –a Melitón se le pusieron los ojos llorosos-. Crioque pronto me van agujerar el pellejo, ya no miraré una huerta tupidita que sea mía. Por eso traigo una tristeza muy grande. Hasta me encorajino con diosito.

─Eso mesmo siento –dijo Gabino-. En la tropa semos muy machitos, aun así, antes de peliar rezamos a los santos con disimulo, quedito. Nuestras mujeres, esas sí rezan juerte, pidiendo que matemos hartos federales. Antonces, ¿por qué siempre hay un moridero tanto de los nuestros como de los pelones?

─Pos –Melitón se rascó la cabeza, buscando con este gesto invocar la sabiduría-, crioque porque los otros también rezan por lo mismo. Los santos deben ser muy acomedidos y nos dan gusto a los dos.  

─Pos sí, verda- dijo Gabino, ante la lógica indiscutible de su amigo.

─Me estoy malisiando que nos queren ver la cara de majes. Te fijas que se traen pura boruca -dijo Melitón-. Ya no hay parque pa peliar, ni comida. Cada vez semos menos, ¡hartos valientes son dijuntos!

─Y pa acabarla de joder, en los pueblos están los que se dicen Pacíficos y no queren peliar, nomás están de mirones.

Después de tales reflexiones guardaron silencio por un rato. Cada uno estuvo inmerso en sus propios pensamientos, hasta que Melitón preguntó:

─¿Qué tanto divisas a lo lejos, muchacho?

─Tengo unas ganas locas de correr y largarme a mi tierra.

─¿Pa qué te irías? Seguro ya no tienes a naiden. Yo crioque que tus hermanas jueron mancilladas. Se me afigura que los de tu familia ya son almas en pena. Eres guerfanito.

─¡Quen sabe! Son tantos años sin saber de mi madrecita –exclamó Gabino. La nostalgia le trajo la última imagen de doña Cuca, su madre, amamantaba al más pequeño de sus hermanos. Cómo olvidar a su familia reunida alrededor de un molcajete-. ¿Y si me jusilan por desertor?

─Tengo más experencia que tú en estos mitotes. Esta guerra corre igual que una gallina sin cabeza. ¡Vete! Tú que puedes. Yo, manque quiera, tengo la pata coja que me quedó de cuando dinamité el puente de las Brujas -dijo Meliton, al tiempo que se subía el pantalón para enseñar la herida de guerra-. Y me duelen todos los guesos. No ti creas, también estoy hasta el cogote de los catorrazos. Voy a estirar la pata siendo probe.  

Por la noche, el muchacho no durmió. Recordó cuando se unió a los revolucionarios, lo movió las ansias de aventura y hartazgo de la tiranía paterna. Actualmente, los golpes de su padre ya no parecían tan graves. Había perdido sentido abandonar el arado por un ideal. Ahora su yugo era un fusil. Concluyó que dejar la lucha no era cobardía, sino cansancio.

 

Varios días después recibieron órdenes de desmantelar el cuartel para marchar al norte, a la ciudad de Chihuahua.  “Tropas federales se están movilizando y nos van a caer”, dijeron. A Gabino le pareció claro que vivía el ocaso de aquella guerra. En vez de seguir al batallón, se despidió de su amigo, mas no de Eufrosina. Caminó por los rieles hasta trepar al ferrocarril que lo llevaría al centro del país. En el camino tuvo tiempo de reflexionar: ¿quién ganó?, ¿qué ganaron?, ¿dónde estaba la tierra prometida o la intangible libertad soñada? Por lo que a él respecta, el ganador indiscutible de esa revolución fue el hambre.  

 


Paty Ruíz es integrante del Taller Literario Diezmo de Palabras en Celaya, Gto.

https://diezmodepalabras.com/patricia-ruiz.html

martes, 18 de noviembre de 2025

El cuento que no escribí

El cuento que no escribí

Julio Edgar Méndez

Oculta entre las grietas abisales de su propia estirpe, la sombra, agazapada sobre su vieja y leal Olivetti Lettera 32, parafraseaba los textos de grandes autores. Quería ver si de esa manera, aunque fuera por ósmosis inversa o contagio creativo inveterado, lograba textear algo que valiera la pena, algo que le diera el consuelo de recibir un reconocimento –al menos una vez en la vida–, a su testaruda insistencia de sentirse un autor de verdad.

Vincent era un escritor que nunca lograba ver su nombre impreso en los libros. Su vida, marcada por el deseo insaciable de ser reconocido, estaba sumida en el fracaso. Pasaba sus días escribiendo sin descanso, pero nunca enviaba sus obras a editoriales que jamás lo llamaban, o peor, que ni siquiera le responderían. El pensamiento que lo torturaba era uno solo: “¿Qué debo hacer para ser publicado?”.

Una noche, el diletante soñador decidió que ya no podía más. La desesperación lo había consumido. Tomó una botella de licor de cajeta, novedad entre los círculos literarios –agarrar una dulce borrachera–, se acomodó frente a su escritorio y, entre lágrimas y risas nerviosas (solo le faltó el amor), comenzó a escribir en su cuaderno con una mano temblorosa:

“Si tan solo pudiera obtener la oportunidad de ser reconocido, haría lo que fuera”.

En ese preciso momento, la habitación se oscureció, como si una sombra hubiera descendido sobre ella. Vincent, asustado, vio que la figura de un hombre apareció frente a él. No era un hombre común. Sus ojos eran como pozos sin fondo, su piel parecía estar hecha de sombra misma, y su sonrisa, torcida y maliciosa, irradiaba una extraña energía.

—Me llamaste y me presento. Me llamo Valedorian, si tú lo deseas puedo ser tu servidor.

—¿Yo te llamé? ¿Cómo? ¿Cuándo?

—¿Qué es lo que deseas? —preguntó la figura con voz profunda, casi resonante en la oscuridad.

Vincent, sorprendido, vaciló por un momento. Tenía miedo, sabía que no era el alcohol porque no había bebido ni siquiera una copa entera.

»¿Qué es lo más anhelas? Aquello por lo que estás dispuesto a hacer cualquier cosa.

La desesperación lo embargó nuevamente. ¿Qué tenía que perder? Ya no importaba nada. Le seguiría el juego a este coso que lo miraba con ojos de una oscuridad impenetrable.

—Quiero ser un escritor famoso. Que mis historias sean admiradas por todos. Haré lo que sea necesario para lograrlo —respondió, sin pensar en las consecuencias.

La figura sonrió con más amplitud.

—¿Incluso leer? Ya sabes, usualmente los escritores son devoradores de libros.

—…bueno, no sé, no lo había pensado así. No creo que sea necesario, digo, si se supone que eres un ser sobrenatural, capaz de cumplir deseos, ¿qué más da si leo o no?

—Entonces, haré un trato contigo. Te daré lo que deseas: la obra perfecta, una obra que hará que todos te reconozcan como el escritor que no eres. Pero a cambio, me entregarás lo único que tienes que ofrecer: tu vida.

—¿No se supone que debes pedir mi alma?

—¿Para qué quiero tu alma? No seas tonto, lo único que vale la pena es el aquí y el ahora. Usaré tu vida para completar la mía.

—Ayúdame a ganar un concurso literario, para empezar. Así sabré que eres real y puedes obrar milagros.

—De acuerdo, solo dame el tema.

—Quiero un cuento sobre los usos, costumbres, tradiciones, acontecimientos históricos y sociales de mi pueblo.

—¿Nada más? Pensé que sería algo difícil. Usos y costumbres… ¿la costumbre de la impuntualidad y la falta de formalidad? ¿O la costumbre de hacer como que se hacen programas sociales y culturales, pero en realidad solo se gasta el presupuesto en nóminas que se dispersan entre cuates?

—Claro que no, debe ser algo serio y bien escrito, con esa crítica lo van a rechazar. Mejor algo tradicional.

—¿La tradición de apuntalar los cargos con las vigas caídas de gobiernos anteriores?

—No, menos, olvida ese tema, no sabes nada de Celaya.

—¿Eso crees? ¿Acaso quieres una crónica sobre su agotado tema del Domingo negro? Todos saben, si es que saben, porque a la mayoría el tema les es ajeno, que los verdaderos culpables quedaron impunes, protegidos por sus aliados entre las autoridades. Digo, no me malentiendas, a mí me gusta que triunfe el mal. ¿Prefieres que sea un cuento sobre los personajes del folclor urbano? La dama del turbante y su omnipresencia –el mismo día y a la misma hora, los taxistas juraban haberla visto en distintos lugares–, yo mismo la puse un día a girar junto al tren, allá por la harinera. O del Señor de los gatitos, que cuando menos lo esperabas salía de entre las sombras de los arbustos con su famosa arenga: “gatitos, gatitos”. El siempre amable y despistado Tavo, con su perenne buen humor. No dejemos sin mencionar a La endemoniada del templo del Carmen, mi favorita. Nadie la vio, pero todos juran haberla visto. Es más, hasta te puedo hacer una novela sobre La emparedada de la Casa del Diezmo.

—¡Basta!, si eso es lo mejor que puedes hacer, el texto va a ser un fracaso.

—¿Prefieres poesía al estilo cursi sobre pajaritos, perros y las mariposas que revolotean en la cabeza de los poetas de la cajeta? Eso también lo puedo hacer. Tú tienes la palabra, yo obedezco.

Vincent dudó. Aquel trato parecía la única salida, una última esperanza. Y así, sin reflexionar, aceptó el pacto. En ese instante, Valedorian desapareció, y Vincent, casi sin saber cómo, se sintió inundado por una energía extraña. Esa misma noche, sobre la mesa, apareció un cuento escrito de forma impecable, en una caligrafía perfecta, lleno de poesía y simbolismo. No eran solo palabras; era una obra maestra. Al menos así lo quiso creer, porque este pequeño cuento, tampoco lo leyó.

Era un texto corto, de solo cinco páginas, pero cada palabra parecía estar cargada de una sabiduría y una belleza que le eran ajenas.

Había referencias al poeta Efraín Huerta:

“Un grito de agonía, una blasfemia

vuelve grises tus senos,

y mi sueño,

y esa noble fragancia de tu sexo.

¿Qué esperamos, hermana,

de esta reciente aurora

que nos fatiga tanto?…”

 

También al escritor Herminio Martínez:

“Ahora cualquier cura apachurrado de odio

te va a querer juzgar.

Cualquier ratón

ha de querer morderte los testículos.

Ángeles que se sientan en su trono

anal de triduos y conceptos áridos

querrán crucificarte entre sus canas.

Pobres lenguas lamiéndole al vocablo

la sal de alguna fe que ya no existe.…”.

 

Y al poeta Eugenio Mancera:

“Tu imagen de otro tiempo,

de otros días u otras tardes,

sobrevive y tiene aliento;

quizás tenga el aire o la vigilia

de esas noches perdidas.

Es la imagen tuya, la distante,

que me reservo y guardo

para mi amor de siempre.…”

Y otros autores de los que Vincent jamás había leído algo. La obra era tan pulida, tan profunda, que casi parecía que hablaba directamente desde el alma de esos escritores. Cada metáfora, cada giro, cada referencia a la tragedia humana, era como un reflejo de los más grandes del arte literario.

Pero el suspirante escritor no entendía nada de eso. No le gustaba leer. Solo soñaba con ser escritor, pero nunca se había sumergido en la profundidad de los textos de aquellos que realmente marcaron la historia literaria.

Decidido, Vincent envió el cuento a un prestigioso concurso literario. “Total, –dijo para sí mismo–, yo no seré quien pierda, sino Valedorian”. Pasaron unos días y, para su sorpresa, fue seleccionado como ganador. Estaba en el séptimo cielo. Finalmente, se sentía como un verdadero autor.

La noticia fue como un rayo que iluminó su vida. Había ganado el concurso. El comité le ofreció un premio en efectivo, una edición especial de su cuento, y, lo más importante, la oportunidad de presentar su obra en una gran ceremonia literaria. El sueño que tanto había ansiado estaba a punto de hacerse realidad.

El día de la ceremonia, Vincent se presentó en un gran auditorio. Llegó vestido como él pensaba que debe lucir todo escritor: en fachas, con chanclas, despeinado su poco pelo, con una barba rala y mal cortada, incluso sin bañarse durante tres días seguidos para dar la apariencia de no darle importancia a las cosas mundanas.

La gente lo rodeaba, los periodistas tomaban fotos, y todos los ojos estaban puestos en él. Subió al escenario con una sonrisa nerviosa, esperando que su vida cambiara para siempre. Los convocantes y las autoridades de su pequeña y cajetera ciudad tomaron cada cual su turno para perorar sobre las bondades de los concursos literarios. Ellos sabían que después de que dieran el premio y publicaran los textos finalistas, poco a poco o veces de fregadazo, los autores quedarían de nuevo en el olvido o en el no me acuerdo.

Cuando le tocó el turno de pasar a recibir su premio, algo extraño ocurrió. La luz del auditorio se atenuó y una sombra se proyectó sobre el escenario. Una figura alta y oscura apareció entre el público.

Vincent, en su arrogancia, comenzó a caminar hacia el micrófono.

Valedorian se interpuso, le arrebató el micrófono y comenzó a hablar con voz grave y profunda. El público estaba atónito.

—Este hombre no escribió el cuento. Lo hice yo –un murmullo se elevó entre el público hasta formar una ola de gritos ininteligibles–, Vincent no solo me ha entregado su vida a cambio de un texto, también me entregó su sueño, y ahora, yo soy quien se llevará la gloria.

La sombra levantó una mano, como si fuera un dios que reclamaba el sacrificio.

Vincent, que había estado en un mar de confusión hasta ese momento, sintió cómo una sonrisa astuta comenzó a formarse en sus labios. No era la sonrisa de un hombre derrotado. Era la sonrisa de alguien que había estado esperando su momento.

—Es curioso, Valedorian —le dijo, su voz baja y cargada de una calma inquietante—. Pensaste que este cuento era solo tuyo. Pensaste que habías hecho todo, que habías tomado el control de mi destino. Pero lo que no sabes es que yo también jugaba mi carta.

La sombra se detuvo en seco, sus ojos se estrecharon con desconfianza.

—¿Qué estás diciendo? —dijo Valedorian.

Vincent dio un paso hacia adelante, su cuerpo ya no temblaba de miedo. Se sentía como si hubiera tomado el control de la situación, como si el poder hubiera cambiado de manos.

—Lo que no sabes, Valedorian, es que todo fue un juego de palabras… algo más profundo. Una trampa que tú mismo no pudiste prever.

La multitud murmuró, algunos comenzaron a especular.

El hombre continuó, disfrutando de la confusión de su acusador.

—Yo nunca te pedí solo un cuento. No era solo eso lo que necesitaba, no solo el reconocimiento. Lo que realmente quería… lo que tú realmente me diste, fue algo que siempre quise.

Valedorian frunció el ceño, sin comprender completamente.

—No… no entiendo. —Su voz tembló ligeramente.

Vincent, con una sonrisa enigmática, comenzó a explicar.

—Tú me ofreciste lo que yo deseaba, a cambio de mi vida, ¿verdad? Pero yo también supe que algo de ti se encadenaría a este pacto. Y lo que no imaginaste es que, al dártelo todo, no solo te estaba entregando mi futuro, sino que tú también me entregaste el tuyo. Ahora somos uno mismo.

La revelación lo golpeó de lleno. La astucia del escritor había sido pensar en el trato desde un ángulo completamente distinto. Al firmar el pacto, no solo había permitido que el demiurgo cumpliera sus deseos, sino que su deseo fuera su propia trampa.

Vincent quiso seguir hablando, pero la voz se le ahogó. Carraspeó, tosió y cogió el micrófono. Lo dejó caer y cuando lo levantó sintió cómo alguien lo tomaba del brazo y lo jaló hacia abajo del escenario.

            El Vincent que se puso de pie tenía una sonrisa burlona. Con gran seguridad comenzó a hablar.

 —No me gusta leer. No entiendo los textos literarios. Solo repito lo que otros dicen. Escucho la radio y los programas culturales me aburren. Tengo tan mala ortografía que ni yo puedo descifrarme. Pero quiero ser escritor, quiero ser publicado, quiero ser famoso. Pienso que esto justifica cualquier falla de mi personalidad.

»¿Quién de ustedes puede acusarme de ser falsario? Se pasan el día subiendo memes a las redes sociales, sus fotos son mentiras, sus historias son falsas, su felicidad no existe. Ni siquiera viven o viajan a donde presumen. ¿Qué tiene de malo que yo no escriba y a pesar de esto gane un concurso literario?

»Porque yo no escribí este cuento. Lo hizo la sombra que noche a noche trabaja encorvada sobre mi máquina de escribir. Es ella la que se desvela, la que insiste en hurgar dentro de sus recuerdos y recorrer mentalmente las miles y miles de páginas que ha leído de cientos de autores, para intentar no repetir lo que otros han escrito. La misma sombra que habita dentro de cada uno de ustedes y los mira desde el espejo de la frustración.

Vincent soltó el micrófono. Bajó del escenario y despacio, sin mirar hacia atrás, salió del auditorio. A su lado, siempre junto a él, en las buenas o en las malas, Valedorian le echó el brazo sobre los hombros y lo acompañó hacia la salida. Siempre serían una sombra desesperada por reconocimiento y un hombre perdido en el tiempo y el espacio.

Esto de participar en concursos literarios tampoco resultó estimulante. El personaje del inicio de este texto, “la sombra agazapada”, sacó el papel de la máquina, lo arrugó entre sus manos, lo botó al cesto de basura; se levantó de la silla, bostezó con aburrimiento, apagó la luz y dejó que su vida se fundiera en el olvido.



Julio Edgar Méndez es coordinador del Taller Literario Diezmo de Palabras.

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domingo, 2 de noviembre de 2025

Las hadas verdaderas son de madera y alambre



 Las hadas verdaderas son de madera y alambre

Julio Edgar Méndez


Un anciano rey estaba preocupado por las constantes quejas que llegaban de todas partes de su país. Era un reino muy pequeño. Se podía recorrer a pie, empezabas el lunes y lo terminabas el jueves. Había un bosque, tres lagos, seis montañas, dos valles sembrados con frutas, flores, legumbres y algodón de azúcar. No tenía mar, ni playas, ni barcos piratas.

Todos los habitantes vivían más o menos felices, porque unos cuantos ciudadanos vivían mejor que otros. Pocos eran ricos y muchos eran pobres. Así que al rey le llegaban quejas de los abusos de los ricos. Solo que, como estaba ya muy viejito, no podía ir a ver personalmente los problemas. Sus consejeros y las personas que ocupaban los cargos públicos casi no le informaban lo que pasaba, creían que era mejor dejarlo descansar en la ignorancia.

Se le ocurrió una idea: Les pediría a sus tres hijos, porque no tenía hijas, que recorrieran el país y observaran lo que sucedía y conocieran personalmente el motivo de las quejas de los ciudadanos. Para motivarlos, les dijo que ya era momento de pensar en la sucesión del reino. Así que, debían buscar una esposa, conocer bien el país y proponer soluciones para mejorar las condiciones de todos los habitantes. Así que llamó a sus consejeros, al primer ministro, al director del tesoro y a sus hijos para darles la noticia.

—Hijos míos –dijo el viejito con voz cansada–, ya es tiempo de que alguno de ustedes se haga cargo del reino. Voy a heredar mi trono a quien sea capaz de lograr el siguiente reto. Aquí están los testigos para que todo se haga conforme a la ley de nuestro país.

Los príncipes debían emprender un viaje recorriendo todo el reino. Empezarían en el bosque, luego los tres lagos, las seis montañas, los dos valles sembrados con frutas, flores, legumbres y algodón de azúcar. Y no tendrían que visitar el mar, ni las playas, ni los barcos de piratas porque en ese país no los había. Deberían documentar todo lo que vieran, lo bueno y lo malo, escuchar a los habitantes y conocer el motivo de sus quejas.

La única regla, muy importante, era viajar solos, a pie, sin sus guardias ni asistentes y, además, debían buscar una posible esposa. Al hijo que volviera con los mejores planes y una futura pareja, el rey le daría el reino cuando muriera.

Así que los tres príncipes salieron a recorrer el país entero. El hijo mayor comenzaría el lunes, el hijo mediano lo haría el martes y el más pequeño en miércoles.

El hijo mayor era muy valiente y siempre andaba en pleitos para demostrar su valor.

El hijo mediano siempre andaba muy bien vestido, comía en los mejores lugares y usaba los mejores y más finos caballos.

El hijo menor, que no le gustaban los pleitos ni gastar tanto dinero en caballos, comida o ropa, prefería estudiar y platicar con toda la gente porque decía que siempre se aprende algo de alguien.

Cuando el hijo mayor salió del castillo, se le olvidó llevar un mapa, y como estaba acostumbrado a que alguien le dijera por dónde ir, no tardó mucho en extraviarse. Andaba bien perdido y con más hambre conforme pasaban las horas. Pronto llegó la noche y no tenía la menor idea de dónde estaba y qué hacer para comer. Creía que sería fácil cazar un venado de los muchos que abundaban en el bosque, pero como no había quién asustara a los venados para que pasaran junto a él, pues no había visto ni cazado algo. Ni siquiera un conejo.

Desesperado y con hambre, empezó a maldecir a los árboles, que ni lo escuchaban, a los animales, que no se veían por alguna parte y, finalmente, se puso a llorar de coraje. Justo cuando estaba llorando y con rabia pateaba el suelo, escuchó una voz que le decía:

—¿Necesitas ayuda?

El príncipe se limpió inmediatamente las lágrimas y con voz firme, dijo:

—El hijo del rey no necesita nada, pero puedo comprarlo si tienes algo de comida.

—Tengo comida, pero no está en venta, no es dinero lo que necesito –dijo la voz–.

El príncipe seguía sin ver quién hablaba, pero era una voz de mujer, una voz muy suave.

—Entonces, ¿qué necesitas? Yo te puedo dar lo que quieras por comida.

—Solo quiero tu promesa de que me ayudarás a salir del bosque.

—Pues si estás perdida, no te puedo ayudar porque yo tampoco sé dónde estoy, pero tengo dinero y con él puedes pagarle a alguien más para que te saque de aquí, o más bien, nos saque a los dos de aquí.

—Yo sí sé cómo salir de aquí, el problema es que estoy atada con cadenas y no puedo moverme de este sitio. Aquí tengo de todo y hay mucha comida, que yo no necesito.

 

Entonces el príncipe se acercó hacia donde salía la voz y casi brincó de la sorpresa. Pero como era muy valiente no gritó ni se echó a correr. Ahí, frente a él, ¡estaba una mujer de palo! Parecía un espantapájaros con el pelo de alambre.

            Alrededor de los palos, que parecían las piernas, tenía una gran cadena que la sujetaba a un enorme aro de acero. Podía moverse a gran distancia, pero no muy lejos. Un poco hacia el fondo había una choza muy pequeña que debía ser la casa de esta mujer de palo. El príncipe le dijo que aceptaba el trato. Si ella le daba de comer, él la sacaría del bosque. Entonces la mujer, cojeando un poco por el peso de la enorme cadena, entró a la casa y trajo de vuelta varios platillos con una comida muy sabrosa.

Una vez que el príncipe comió, le pidió a Dru, que así le dijo ella que se llamaba, que le dibujara en la tierra el camino para salir del bosque.

—Así, mientras aprendo el camino -dijo el príncipe-, te quito la cadena y te saco del bosque.

Dru le hizo un dibujo y le dio las instrucciones para salir de ahí, mientras aquel hacía esfuerzos como de que intentaba zafar la cadena de la roca. Pero entonces, cuando vio por el mapita que no era tan difícil salir de ahí, aventó la cadena y le dijo a la mujer de palo con una gran carcajada:

—¡Ahí te quedas, espantapájaros! Eres tan fea que no sé para qué quieres salir de aquí. Ni para leña sirves por flaca.

Y siguió su camino.

 

El segundo príncipe, que empezó su viaje el martes, también se perdió y llegó al mismo lugar donde estaba la mujer de palo. Cuando el joven vio a Dru, comenzó a gritar y a decirle:

—¡Fuchi!, ¡fuchi! –como si fuera un animal–. Pero como tenía mucha hambre, también aceptó el trato de sacarla de ahí a cambio de comida y un mapa. Pero Dru le dijo que otro hombre le había prometido lo mismo y sólo se burló de ella, así que necesitaba su palabra de que sí la ayudaría. El príncipe le dio su palabra. Después de comer y que ella le dijera como salir de ahí, la aventó a un lado y la amenazó con quemarla.

—La única razón de que no te quemo –dijo el príncipe mediano–, es porque realmente tu comida es muy rica y cuando yo sea el rey voy a llevarte de esclava al palacio para que seas mi cocinera.

Y se fue.

 

 

El tercer príncipe, que amaba mucho a su padre, comenzó su viaje el miércoles. Pensaba en todas las cosas que la gente le comentaba sobre el reino. Aunque había tierras, no podían sembrar porque nadie les prestaba para comprar semillas. Había mucha agua, pero los ricos y los amigos de sus hermanos príncipes, la desviaban solo para sus tierras. Y muchos problemas más de los que el rey no se daba cuenta porque nadie le decía nada, pensando que era mejor que el viejito rey descansara en paz.

Como el jovencito conocía casi todo el reino, no se perdió igual que sus hermanos, pero decidió ir a una parte del bosque donde nunca antes había estado. Y también se encontró con Dru, la mujer de palo.

Ella le aventó piedras y le pidió que no se acercara porque le lanzaría un hechizo que lo volvería sapo. Pero como el joven príncipe no era temeroso, se acercó más y entonces la vio. Pobrecita cosa, parecía una escoba con ropa y cabello de alambre. Él Le preguntó por qué estaba así y ella dijo que no sabía. Dru no recordaba nada de su vida excepto estar encadenada en ese lugar.

Compadecido de la mujer, el joven le dijo que le gustaría ayudarla, a pesar de que tenía mucha hambre y estaba buscando algo de caza para poder comer. Entonces ella le dijo que podía darle de comer si él le prometía sacarla de ahí. El príncipe le dijo que no era necesario que ella hiciera algo por él, sólo la ayudaría porque no le gustaba ver a nadie sufriendo. Así que sacó de su mochila una pieza de fierro y con ella hizo palanca entre los aros de la cadena para liberarla de los pies. Cuando le tocó la pierna de palo, ella gritó de dolor.

—Si me tocan me duele muchísimo, por eso es que no puedo jalar yo misma la cadena, aparte de que me puedo quebrar muy fácilmente.

Entonces, con mucho cuidado, el joven comenzó a limar poco a poco los eslabones. Como tardarían mucho, Dru le dijo que ella le daría mientras de comer. La comida era muy sabrosa, conversaron un buen rato y entonces comenzó a llover.

—¡Rápido! –dijo Dru– métete a la casa, la lluvia me afecta muchísimo porque me hincho y me duele más la cadena.

Se metieron a la casa y entonces el príncipe quedó muy sorprendido. La casita estaba muy limpia y era muy linda. Con ramas, hojas, flores y pétalos la mujer de palo había construido una casita muy bella. Había nidos de pájaros, ardillas y mariposas que parecían pinturas. Un pequeño fuego dentro de una chimenea tenía una cazuelita donde estaba el guisado que ella le diera a probar.

—¿Como cazas la comida? –preguntó el príncipe–.

—No cazo la comida, lo que estás comiendo son hongos y vegetales que siembro aquí mismo, atrás de la casa. Yo no como, no puedo, preparo la comida por gusto y para los animalitos que siempre me visitan.

Así que siguieron platicando toda la tarde mientras llovía. Ella sabía mucho de animales y de siembras y le dijo que había descubierto que hay una relación entre los meses del año y la forma de sembrar. Conocía perfectamente cada planta, árbol, fruto o semilla de su alrededor. Incluso, le dijo, que observando a los animales se puede saber si una cosecha es buena o mala. Pero de ella misma no recordaba nada. Con cada tema que hablaban, el joven príncipe se interesaba más y más en Dru. Por momentos le parecía ver que sus ojos cambiaban de color. El cabello de metal parecía menos áspero y la voz más dulce.

Poco a poco se fue quedando dormido por el cansancio. Entre sueños veía a Dru muy distinta, el cabello era muy negro, los ojos de un café claro muy brillante y el cuerpo no era de madera, por el contrario, era un cuerpo normal, de una mujer muy linda. Al despertar, se dio cuenta de que Dru ya no tenía la cadena que la sujetaba y estaba cantando mientras preparaba el desayuno.

Ella le dijo que, como premio a su bondad, le había preparado comida para un largo camino y le diría a todos los animales que conocía, que estuvieran cerca de él por si llegaba a necesitar algo. El príncipe le preguntó que a donde iría ahora que era libre, pero ella no sabía qué contestar porque aún le parecía un sueño el ser libre.

 

 

El joven le dijo que lo acompañara a recorrer el reino ya que como ella sabía tanto y de tantas cosas le sería de mucha ayuda. Dru aceptó con mucho gusto y los dos salieron del bosque a los caminos.

Lo que no pensaron, es que Dru era tan extraña de apariencia, que la gente que los veía inmediatamente se alejaba gritando o les aventaba piedras sin darles oportunidad de explicar nada. Al acercarse a una pequeña aldea, la gente empezó a decir que estaban embrujados, que él era un hechicero y cosas así.

Les aventaron muchas piedras y la gente comenzó a pegarles. Dru gritaba mucho porque cuando la tocaban era un dolor muy fuerte. El joven príncipe le decía a la gente que él era el hijo del rey, pero no le creían, porque decían que ya habían pasado por ahí los hijos del rey y eran muy distintos.

—¡Ellos viajan con sus asistentes y en buenos caballos y tú pareces un pordiosero! –le gritaban–.

Así que el más pequeño de los hijos del rey se enteró de que sus hermanos hacían trampa.

A gritos, Dru les dijo que los convertiría en sapos si no los dejaban en paz y la gente se alejó, todavía les siguieron un tramo de camino hasta que se perdieron al internarse de nuevo en el bosque.

Todas estas cosas le hacían pensar al joven príncipe que algo estaba mal en el reino y es que tal vez la pobreza también era culpable de la ignorancia.

Mientras seguían caminando de nuevo, Dru le contó de los otros dos jóvenes parecidos a él, se habían burlado de ella cuando les pidió que la ayudaran. Pasaron los días y cada vez platicaban más de otras cosas, incluso ya la gente comenzaba a dejar de molestarlos al ver que Dru no era ni bruja ni mala, pero nadie recordaba haberla visto antes.

Y caminando, caminando, llegaron de vuelta al palacio. Una vez ahí, el Rey recibió a sus tres hijos, que ya habían vuelto todos y los dos mayores le presentaron a sus prometidas.

El Rey felicitó al hijo mayor porque trajo a una mujer muy rica, de otro reino. Al segundo también lo felicitó porque trajo a una mujer muy bella, de un reino algo más lejano. Pero al ver a la mujer que acompañaba al más pequeño, sólo le dijo:

—Ay, hijo, de veras que eres un buen muchacho, siempre ayudando a los débiles y a los pobres. En fin, ya veremos quién se queda con el reino.

No le dio tiempo al príncipe de explicarle que Dru no era su novia, sino que la trajo para que ayudara en las tierras con los campesinos. El Rey ya tenía todo preparado para las bodas y las pruebas que debían pasar las futuras esposas y sus hijos para heredar el reino.

El anciano rey decía que un hombre inteligente y capaz escoge una esposa igual, así que, para no dejarse llevar por el amor de padre, elegiría a su sucesor de acuerdo a la capacidad de sus futuras nueras. Les pidió que escogieran una propiedad, de las muchas que había cerca del palacio, la decoraran como la casa de un príncipe y le prepararan un banquete digno de ganarse un reino.

La mujer del hijo mayor escogió un palacio enorme y lleno de sirvientes. Decoró el lugar con muebles de oro y plata, con lujo y esplendor. Luego organizó un banquete al que invitó a todos los ricos de aquellas tierras y sirvieron la comida más cara que pudieron preparar sus muchas cocineras.

El rey dijo: —¡Qué gran fiesta!

La prometida del segundo hijo, escogió un palacio con muchas torres y lo llenó de muchos guardias, todos con uniformes muy bonitos y muy vistosos. Ella se compró vestidos de todo el mundo y a cada hora se cambiaba de ropa. Vinieron peluqueros de los más caros y la arreglaron con tanto esmero, que quedó como toda una reina. El hijo del rey, mientras tanto, se encargó de que en la cocina hicieran la comida más abundante que pudieran.

El día del banquete, el Rey dijo: —¡Qué gran comida!

 

 

Y el hijo más pequeño, que no sabía qué hacer porque ni Dru era su novia, ni le interesaban los banquetes y los lujos inútiles, le preguntó a la mujer de palo cómo iban a resolver todo este lío y aparte ayudar a su padre que ya era muy anciano y sus hijos mayores sólo estaban interesados en el dinero y el poder.

Ella le dijo que no se preocupara, pero él no estaba muy tranquilo. Ya con los días de conocerla había notado que de veras era muy inteligente y bondadosa y el joven se sentía muy bien con ella y Dru también lo veía con ojos distintos, pero esto no servía de nada porque seguía siendo de palo y de alambre. El joven príncipe decidió confiar en ella y mientras preparaba todo, él se fue a ayudarle a su papá a revisar el reino y los problemas que todos los días se presentaban. Sobre todo, ahora que trajo anotadas en su libreta cada una de las quejas de los ciudadanos y la manera de resolverlas.

Dru escogió una casa muy linda en una pequeña colina desde donde se veía el palacio del rey y casi todo el pueblo donde vivían. De esa manera, decía, podrían saber si al rey se le ofrecía algo o a alguna persona del pueblo. No buscó cocineras ni sirvientes, sino que se puso a decorar ella misma la casa. Pero como era tan amable y bondadosa, algunas mujeres le ayudaban de vez en cuando. Dru buscó muebles muy cómodos y que no fueran caros pero muy bonitos. Preparó una comida muy sabrosa y abundante, porque dijo:

            —Si le gusta al rey, seguro le gustará que también su familia y todo el pueblo la pruebe, sobre todo los pobres, que son muchos.

Así llegó el día del banquete y Dru le pidió al príncipe menor que invitara a sus hermanos y a sus futuras esposas y a todos los del pueblo que quisieran asistir. El Rey estaba algo desconcertado con tanta gente, pero al sentarse en los muebles del comedor le encantaron por cómodos y se puso de buen humor.

A los hermanos príncipes les disgustaba estar cerca de la mujer de palo porque se habían burlado de ella y consideraban a su hermano menor un tonto, por no haber hecho lo mismo que ellos y dejarla abandonada en el camino.

Las futuras esposas de los príncipes estaban molestas porque a una le chocaba la modestia de la casa, la falta de criados y la fealdad de Dru. A la otra le molestaba ver a los pobres comer con ellos porque le daban asco. Tenía miedo de que algo les pasara porque no había guardias cuidando la casa. Pero al hijo menor la comida le encantaba, la casa lo hacía sentirse muy cómodo y a gusto y le parecía correcto que también los invitados pobres tuvieran algo sabroso que comer en ese día especial. Y no le importaba que Dru fuese de palo, porque su corazón era suave y era dulce. El rey dijo:

—¡Qué buena comida, qué conversación tan agradable, qué casa tan linda y qué mujer tan amable! Mañana les diré mi decisión.

Al otro día, las futuras esposas llegaron al palacio del rey. La novia del hijo mayor venía llena de joyas para demostrar cómo debe verse una reina. La prometida del segundo hijo venia con muchos adornos en el pelo y mucho maquillaje en la cara, porque decía que así debe verse una reina. Y Dru, con el cuerpo de palo, como escoba, con los cabellos de alambre, venía con un vestido sencillo pero muy bonito y con una sonrisa muy contagiosa. Ella le dijo al príncipe más joven,

—Pase lo que pase, el Rey siempre tiene la razón.

Entonces el rey dijo:

—Hijos míos, he tomado mi decisión. El mayor de ustedes tendrá una esposa elegante que lo hará muy feliz con tanto lujo y derroche, por eso no le dejo el reino, porque no le duraría mucho tiempo. Mi segundo hijo será muy feliz con su bella esposa y tendrán hijos muy bonitos llenos de mucha seguridad, por eso no le dejo el reino, porque usarán tantos guardias para cuidarse que van a descuidar al pueblo. Y mi hijo pequeño, que siempre ha demostrado ser más inteligente, escogió a la mejor mujer porque es sabia, trabajadora, precavida, y quiere tanto a mi hijo, que a pesar de las burlas que todo el mundo le hace a ella y a él, Dru a todos los trata con amabilidad y se ha ganado el amor y la confianza de mi pueblo, aún más que yo mismo. El reino será para mi hijo menor.

Unos aplaudieron y otros se quejaron, pero la decisión estaba tomada.

Esa misma semana se casaron las dos parejas mayores, pero el más joven estaba un poco triste. Se había dado cuenta de que amaba a Dru, pero ella era como una escoba y ni siquiera podía tocarla porque le producía dolor.

Dru le dijo que ella se había enamorado de él, aunque entendía que no era posible que ellos fueran una pareja. ¿Cómo se vería que el futuro rey se casara con una escoba? Una noche, mientras todos dormían, la mujer de palo salió despacito de su casa y se volvió al bosque.

Cuando el joven príncipe se enteró, la fue buscar hasta que le encontró. Dru estaba sentada junto a un pequeño arroyo de agua cristalina. La luz del sol hacía brillar su cabello. El joven se acercó, incrédulo, porque en ese momento, los hombros de la joven se ensancharon, el cabello creció y se hizo de un color negro brillante. Dru volteó a verlo y su rostro ya no era de madera. Tenía los mismos ojos inteligentes, la sonrisa bondadosa y el cuerpo como cualquier mujer.

Tal vez solo era necesario ver más allá de lo aparente. Porque nadie encontró una explicación porqué Dru antes era de palo y dejó de serlo.

 

Esta historia me la contó mi mamá, Sarita, cuando yo era niño. Ella me enseñó que las hadas verdaderas también son de madera y de alambre, de cepillos, escobas y trapeadores, de sopa caliente en medio del frío, de risas, de besos y abrazos. De noches enteras cuidando a sus hijos enfermos, llenas de amor, de paciencia y de cuentos.

FIN




Julio Edgar Méndez es coordinador del Taller Literario Diezmo de Palabras. 

Este cuento forma parte del libro Cuentos para no caerse de la cama de 2024.


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También se encuentra publicado en el libro Las hadas verdaderas son de madera y alambre.


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www.julioedgarmendez.com

www.diezmodepalabras.com



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