EL PUEBLO DE LAS TORTUGAS
Por: Herminio Martínez
Mele era un niño pobre, acaso el más pobre de toda la región. Sus padres, honrados campesinos, todos los días le pedían a Dios por sus ocho hijos, para que se los cuidara mientras ellos se iban al trabajo. Mele era el mayor y acostumbraba recorrer los campos en busca de flores, frutillas y algunas raíces comestibles, para llevarle comida a sus hermanos, quienes, por supuesto, tampoco podían ir a la escuela, porque vivían lejos, muy lejos de cualquier ciudad.
—Mmmm –decía el menor-, qué rico, qué rico. Quiero más.
—Y yo… -hablaba algún otro.
—Y yo también… -continuaban los pequeños.
—Mañana les traeré miel silvestre. Iré hasta la barranca de las rocas aullantes o tal vez un poco más allá.
Por la tarde, cuando los padres regresaban, sabían que su buen hijo tenía bien atendidos a sus siete hermanos, porque Dios lo apoyaba y un ángel de la guarda le iba marcando los caminos. Los ángeles de la guarda, en ocasiones, asumen la forma de animales para comunicarse con los niños. Éste fue el caso:
Un día, mientras Mele vagaba por ahí, escuchó un lamento. Triste, muy triste. Una especie de queja que desgarraba el corazón.
—¿Quién es? -preguntó.
—Yo –respondió una joven tortuga-; estoy atrapada en las espinas. Ayúdame, por favor, no puedo liberarme.
—Claro –respondió inmediatamente el joven-, ahora mismo, amiguita; no te muevas para que no te lastimes más.
Y diciendo y actuando, en unos instantes se lanzó hacia las púas donde la pequeña criatura luchaba por salir, doliéndose, desesperada, por no poder ni siquiera ponerse boca abajo, como andan siempre las tortugas.
—Ya casi, ya casi… -le decía, sin dejar de hacer lo que mejor le convenía por no lastimarla más-. Sólo un poco más. ¡Caramba!
—Qué tonta fui; no sé cómo vine a meterme entre estas rocas.
—No te preocupes. Ya casi está…
Al rato, cuando por fin la tuvo entre sus manos, le habló compadecido:
—Ya puedes irte, amiguita. Y ten mucho cuidado con estas plantas espinosas. Son como los gatos o… los tigres –agregó.
—¡Gracias! ¡Gracias! –exclamó emocionada la tortuga-. Y ahora, ¿cómo y con qué he de pagarte? Estoy lejos de casa.
—Me alegro que estés a salvo, amiguita -le habló Mele-; con esto me es más que suficiente. Yo también me hallo lejos de casa; todos los días salgo a buscar algo para que coman mis hermanos.
—Lo sé.
—¿Tú? –se sorprendió el muchacho.
—En realidad, en el pueblo de las Tortugas todos lo sabemos: chicos y grandes no hacen sino hablar bien de ti.
—Entonces tengo que irme, ya sabes cuál es mi obligación. Apenas comenzaba a recoger algunas hierbas.
—Bueno, ¿y si te invito a casa? A mis padres les dará un enorme gusto conocerte. Comes con nosotros y después te vas.
—Oh, no. A tu paso nunca llegaríamos. Mis hermanitos no pueden esperar; además, mis padres regresan por la tarde.
—¿Y quién dice que iremos a mi paso?
—¿Entonces?
—Al tuyo. Tú me cargarás. Además, estoy muy fatigada y si me quedo aquí me comerá una zorra.
—Es que…
—¡Nada! ¡Nada! Cárgame ahora, ya.
—De acuerdo, pero nos iremos rápido.
—A tus pasos.
Mele la tomó en sus brazos: parecía tan frágil, tan pequeña.
—Tengo frío, arrópame -le pidió, temblando-. El niño la juntó a su pecho como si fuese un pajarito, una flor o una paloma enferma.
“Pobre de ella –pensó-, en verdad es una tortuguita muy hermosa. La llevaré a su casa y enseguida continuaré buscando qué comer.
—¿Por dónde me voy? –le preguntó.
—Por el camino amarillo –respondió ella.
Mele se dio cuenta que ante sus ojos había tres caminos diferentes: uno azul, otro negro y el tercero era amarillo, como el dorado de los trigos a la hora de la tarde o el cabello de las hadas cuando las peina el viento.
—Toma esta moneda –le dijo la tortuguita, bostezando-, ella te indicará por dónde irte cuando yo ya no pueda contestarte, porque me habrá vencido el sueño. Estoy tan fatigada, mmm.
—Descansa, amiguita; tú no te preocupes. Total, unas horas más que mis hermanitos se aguanten las ganas de comer, no importan.
La tortuguita no le respondió más, pero el niño sintió cómo vibraba la moneda en su bolsillo.
—¿Qué? -hizo.
Y no terminaba de asombrarse, cuando se halló, de pronto, en un inmenso valle rodeado de arboledas oscuras y un horizonte azul, que a ratos destellaba, como si en él jugaran los relámpagos.
—¿Eh?
—¿Qué sucede? ¿Ya llegamos? –apenas si abrió un ojito la tortuga.
—No lo sé.
—Entonces continúa. Hazle caso a la moneda de oro. Estamos ya en el pueblo donde radicamos las tortugas.
La llanura parecía estar hecha de espigas cuando las ha madurado el tiempo. Y sí, había muchas tortugas, que por donde quiera se asomaban, charlando, comentando.
Al rato, la moneda dejó de estar inquieta y la tortuguita abrió los ojos para decirle al niño:
—Ya llegamos, bájame aquí.
—De acuerdo. Ya era hora.
—¡Mamá! ¡Papá! –gritó.
Dos enormes tortugas aparecieron a la entrada de una pequeña cueva.
—¡Hijita! –le dijo su mamá.
—Ven acá, pequeña –le habló el papá.
—Aquí está tu moneda –le dijo Mele.
—No, es para ti –respondieron las tres tortugas.
—¿Mía?
—Sí, para que ya no tengas que salir a buscar raíces entre las rocas y los vientos. De ahora en adelante, cada vez que necesites algo, bastará que frotes la moneda y expreses tus deseos.
—¿De verdad?
—Prueba –le dijo la tortuguita, sintiéndose muy feliz entre sus padres-. Sujétala como si la fueras a rodar y expresa lo que más anhelas.
—De acuerdo –respondió el niño-: Quiero estar en una hermosa casa, con mis papás y mis hermanos, delante de una enorme mesa de comida, frutas y agua fresca.
—Gracias por todo –alcanzó a escuchar decir a las tres tortugas e inmediatamente se halló sentado ante la mesa de sus sueños, en una casa que también parecía estar hecha de sueños, compartiendo con sus papás y hermanos un banquete jamás imaginado, ni siquiera en sueños.
Y a partir de entonces, aquella familia inició una existencia diferente. Cada vez que necesitaban algo, bastaba con pedírselo a la moneda mágica y ésta les indicaba qué hacer o qué no hacer, como, por ejemplo, si convenía viajar a otro país, visitar ciudades, ir al mar, socorrer a los más necesitados. En todo los complacía, porque ellos eran buenos y habían sufrido y nunca dejaban de ayudar a los necesitados de la tierra.
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