PABELLÓN DE CANCEROSOS
Desde que en los años sesenta leí el libro de Aleksandr Solzhenitsyn, Pabellón del cáncer, jamás pensé que la realidad fuera tan cruda con quien sufre esta enfermedad. Todos los días me levanto a las seis. Llega una persona que me baña, a las siete desayuno y las 9:45 llego a una especia de cámara de tortura como la que el gran escritor ruso describe en el Gulag. Ahí encierran mi cabeza en un aparato enorme donde con precisión matemática descargan sobre mi cráneo la radiación que esperemos en Dios matará hasta la última raíz del tumor que durante mes y medio me ha mantenido inactivo. Lo más triste y lamentable es ver que en la sala de espera se encuentra uno con niños recién nacidos, niñas de ocho y diez años ya víctimas de la mortal enfermedad, madres de familia con cáncer de mama o cervicouterino, padres de familia con cáncer de próstata o de estómago o testicular, todos esperando su oportunidad para que aquél silencioso equipo les mantenga viva una esperanza de vida. Yo, en mi caso, le doy gracias a Dios de que ya me dejó vivir 63 años y como quiera cumplí una meta, escribí más de 20 libros, tuve tres hijos y una esposa que en ningún instante de mi mal se ha separado de mí. Siempre está a mi lado empujando la silla de ruedas o acercándome el utensilio para orinar. En este pabellón de cancerosos a uno le asaltan mil preguntas sin respuesta, ¿qué le está pasando a la humanidad?, ¿por qué hay tanto cáncer? Algunos dicen que por nuestra manera de vivir, otros que por la contaminación del medio ambiente. Como sea, en este nuevo pabellón de cancerosos se queda corta el alma para suspirar por tantas vidas jóvenes que de la noche a la mañana se van a perder, no queda más que levantar los ojos al cielo y rezar un padre nuestro.
Espero que quienes lean el editorial en Diezmo de Palabras no sean víctimas del espantoso dragón que azota a la humanidad entera.
Atentamente,
Herminio Martínez
JUNTOS
Herminio Martínez
Cuando los dos nos hayamos hecho viejos,
juntos como dos hojas
que juntas también rodando llegaron al otoño,
tal vez ya no podré salir
a cultivar las flores que tanto te gustaban,
ni a recibir el sol
que con sus mil y un pájaros
como si fuera un príncipe
tocaba en el portón de la mañana.
Me pregunto lo que será de ti y de mi
cuando no pueda ni siquiera moverme
a traerte una silla
y tú tampoco seas capaz de alcanzarme los lentes
para leer algo en el último libro de mi vida.
Seguramente seguiremos los dos
durmiendo en este cuarto,
en esta misma cama
donde de vez en cuando
aún podemos hablar con nuestros hijos.
Ya son adolescentes y estudian
como lo hice yo en otros tiempos.
O como tú, quizá, en aquella época
cuando eras como ellos
y todavía no nos conocíamos.
Escúchalos, ya vienen; es Julio
ése que azota las puertas de la sala;
y Lluvia la que grita corriendo en el pasillo.
Fari no está, hasta el sábado regresa
de la universidad como cada semana.
Es una señorita que sabe lo que quiere,
también nosotros lo sabemos
y eso nos pone en paz.
En cambio Julio... ¡uf!, está en preparatoria,
tampoco hay que exigirle demasiado.
Ya llegará el momento
de que también conozca otros lugares.
Y la chiquilla, bueno, para ella
todo es blanco
a la sombra del follaje que somos para ellos.
Hay que dejarlos ser y ser en todo:
Yo, el brazo que levante a cada uno cuando caigan.
Tú, el ungüento que cure con sólo acariciarlos.
Antes, te digo que antes
que nosotros no estemos
ya en condiciones
de siquiera cambiarnos nuestra ropa.
Habrá un otoño duro
en que los fríos arrancarán de golpe
el vigor de esta carne
como corta la mano de los vientos
la espiga en los trigales.
Y después un invierno
cuando ya no despierte
y tú quieras un vaso,
o que te ayude un poco
en la necesidad,
moviéndome por ver si estoy
sólo dormido,
mas no, que mi cadáver,
semejante a un estuche
que se quedó sin música,
será un cuerpo de hielo
a tu lado tendido,
y nunca más el sol
será el rubio muchacho
contándonos la historia de la vida
en la ventana.
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MACHIGUA
Herminio Martínez
Machigua es la nariz moquienta del nopal.
La trágica sonrisa del mezquite.
Enfermedad a la intemperie.
El ave que renace en sus cenizas.
Machigua tiene calor
y no hay quien le ofrezca un ojo de agua,
un porvenir, un puente
o una disculpa.
Ya sólo quedan lenguas desabridas.
Ya nada más estómagos
para que duerma el aire.
Machigua no conoce las consultas.
Machigua no conoce las farmacias.
Tiene su alma tendida en un mecate
con la ilusión de que un día la descubran
los redentores que andan por la tierra.
A Machigua le duelen las cucharas.
A Machigua le sangran las sartenes.
Le pesa ya el sopor de los jacales.
La entume el largo frío de los fogones.
A Machigua le gimen los comales.
A Machigua le lloran los manteles
y se rasca con pánico las noches
cuando le brotan hijos como ronchas.
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HOGUERAS DEVASTADAS
Herminio Martínez
1
Hoy no tengo palabras que decir,
sólo este lenguaje
que se me hinchó con la lluvia de anoche.
¿Anhelas una música maltrecha?
Entonces ven a oírme;
estrújame hasta empaparte de agujeros.
¿Quién no conoce aquí
que lloro hasta mancharme la ropa de tristeza?
¿Quién no sabe que busco
la gruta donde vaciar mi corazón
igual que un cántaro de escombros
allí donde se engendra la humedad
y la germinación
también es una criatura demacrada?
Una noche los árboles y los fantasmas
me gritaban bajo las ondulaciones de la nube caída;
un rechinar de hojas era el viento,
subía hacia la superficie como una piel de púas arropándome.
Toda la tierra me pareció entonces una serpiente deslizándose
en tanta migración que iba bebiendo gotas de mi mano.
Y al amanecer, cuando por fin aparecieron las primeras personas,
aún llevaba la pesantez como una corona de gusanos,
los pájaros no salían de su recogimiento;
yo tampoco hubiera querido abandonar el mío,
sólo que en ese instante, al correr la persiana,
sentí bajar al fondo del espanto.
2
No sé si acabo de venir
o si ya estaba aquí a la hora de tu parto
que me dolió igual que un picotón de buitre.
tampoco supe a qué hora se me dobló la vida,
ni en qué momento un ojo se me hizo casi oscuro
y el derecho lloró también ceniza.
El color de la tarde ha alcanzado su mayoría de edad
como para tomarme un té lleno de noche.
Los dos nos desangramos en las goteras del crepúsculo
pero lo tuyo a mi me duele más que mi propia llaga.
Hijo de una flor amarilla y un suspiro
caes como yo a una materia sin límites ni nombre.
¿Será que alguien no sabe cómo empezar una plegaria?
El hecho es que la oscuridad se sienta entre nosotros.
Poco a poco crecí
contando entre paredes;
hijo de pobres, junto a los alcatraces concurridos
por la blancura y el aroma que podaba el olfato.
Tuve hijos, a los que de tanto leerles el porvenir
vine a quedarme ciego.
¿Quién me hubiera tendido
una mano para albergar mis heredades?
El olvido era la planta
que más se cultivaba en mis jardines;
peor que una rama que se quedó sin hojas,
y ruinas tan desoladas como cualquier otoño.
Por eso, a tantos días de no mirar
más que las hendiduras de mi cuarto,
salgo al campo a pregonar este propósito:
morirme yo también,
al fin que de todos modos al amanecer
tanto tú como yo seremos hogueras devastadas.
Tú sales del día como de un antro
donde la luz boquea en su lecho de muerta
y yo de esta casa a la que la ceniza
hizo zona de nadie.
Tú recoges la claridad de entre los muros
y mientras agoniza va tiñendo tus nubes
como si fuera un horno crematorio.
A mí me vuelve a atrapar este cansancio,
en su puño me lleva
y me suelta a vagar entre los sueños.
Aprecio mucho la sinceridad. Gran lección de sencillez y grandeza. Fuerza para estos momentos de aprendizaje y vuelo.
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