domingo, 26 de abril de 2015

PARA LOS NIÑOS DE CUERPO Y ALMA

El Sol del Bajío, Celaya, Gto.



PARA LOS NIÑOS DE CUERPO Y ALMA

“Hubiera deseado comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas.
Hubiera deseado decir: «Había una vez un principito que habitaba un planeta
apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo...»”
Antoine de Saint-Exupéry, El Principito

FÁBULA DEL VENADO TITO
Patricia Ruiz Hernández

Un día, en el bosque, estaban reunidos los animales con el propósito de realizar un concurso de artes. Deseaban exhibir sus talentos y embellecer aún más su hermoso hábitat. Decidieron que el juez sería Goyo, el oso.
Yoli, la araña, muy diligente comenzó a tejer una enorme red, muy resistente, que brillaba al sol. Ella siempre se esmeraba en hilar con preciosos diseños, a todos encantaba con sus creaciones, y en ésta ocasión lo haría todavía mejor. Chuy, el pájaro carpintero, moviendo su penacho rojo, se posó en el  tronco de un árbol para hacer figuras con el pico. Su ayudante sería Toni, el espino. Sus púas serían de gran utilidad para apoyar el trabajo de Chuy; ambos formaban un gran equipo. Entretanto, Quique, el chimpancé, tomó tizas de un árbol carbonizado para dibujar sobre un tronco, pues era un excelente dibujante. Los pájaros, Lalo y Toño, tendrían a cargo el número musical, por lo que iniciaron los ensayos para la presentación a dúo. Sabían que su precioso canto deleitaría al grupo. Mientras, Nati, la rana, sería instructora de danza de sus compañeras y Pepe, el castor, puso dientes a la obra, tomando troncos para realizar con su poderosa dentadura una bella escultura.
Tito, el venado, llegó con un extraño artefacto que tomó de una aldea abandonada por el hombre. Su plan era adornarlo con diversos objetos. Sin embargo, los animales se burlaron de él.
-¡Ja, ja, ja!, ¡qué cosa tan fea!, parece un árbol seco, con esas ramas ridículas, ¡qué adefesio! ¡No he visto algo más horrible!  –dijo Chuy.
-No está hecho por ti, lo trajiste del mundo de los hombres  -exclamó Quique.
-¡Fuera, sáquenlo! –exclamaron  a coro algunos. 
Para resolver el problema, Goyo consultó a Paco, el búho, por ser el más sabio de todos los animales. Sus juicios siempre eran atinados. Una vez deliberado el asunto, comunicó su respuesta.
-A Tito se le permitirá participar. Algunos de ustedes toman de la naturaleza el material para sus obras y lo transforman, lo mismo hará él  -dijo el justo Goyo. Los animales tuvieran que acatar aquella decisión.
Tito se esmeró en su trabajo, colgando hojas, flores y muchos extraños objetos que traía de sus excursiones al mundo humano. Finalmente quedó una estructura multicolor.
El día del concurso se hicieron las presentaciones de aquellos artistas. Algunos se burlaron de Tito.
-¡Ja, ja, ja!, es un esperpento –dijo Quique.
-Ustedes no comprenden, a esto le llaman arte contemporáneo –lo defendió Pepe. 
-No hagas caso, Tito. Algunos sí apreciamos la estética y la originalidad de tu obra –dijo Lalo.
-Sí, no hagas caso –afirmó Toño-, te apoyamos.
Al final, el concurso lo ganó Pepe con su maravillosa escultura, todos aplaudieron con gusto, reconociendo la belleza de su obra.
Esa noche, comenzó una gran tormenta, los animales corrieron a protegerse a sus madrigueras. Los relámpagos iluminaban la negrura del bosque, las madres abrazaban a sus temblorosos pequeños y todos temían que la tempestad destruyera su hogar. Entonces, el cielo se iluminó y un gran estruendo se escuchó al caer un rayo sobre la obra de Tito, que resultó ser un pararrayos. A la mañana siguiente, cuando la tormenta pasó, pudieron darse cuenta que aquella estructura evitó que se dañara el lugar.
Así, aprendieron la importancia que tiene el respeto y la tolerancia hacia el trabajo de los demás.


UN PESCADOR, UN BOTE Y UNA SIRENA
Julio Edgar Méndez

Primero fue el sonido de un barco en la soledad del mar oscuro; después, la callada carita de una luna sonriente comida a la mitad por los soñadores hambrientos. Las olas iban de un lado al otro como diciendo: “Ya voy, ya voy,  espérame”. Entonces llegó la voz que quería escuchar. Era un silbido suavecito que salía de en medio de las aguas hasta convertirse en un canto. Aumentaba en volumen hasta que parecía salir de su propia cabeza, pero no lo molestaba, era un susurro agradable, como el canto de una madre, y que sin embargo le daba miedo. Igual que otras noches anteriores, este miedo empezaba a subir por su pecho, trepar por su cuello, besarle la boca, abrirle los ojos que él quería cerrar sin que el terror se lo permitiera. Y como otras noches, desde que la había descubierto rodeada de algas brillantes con el pelo casi blanco y enmarañado alrededor del cuerpo, los ojos amarillos y profundos, la boca roja llena de blancos dientes afilados, una nariz extraña pero en un rostro muy bello, estaba aquella sirena.
La parte de ella que lo miraba desde el agua, era sólo una cabeza cuyos reflejos lunares la hacían brillar como perla en medio de su propia sombra acostada sobre  el mar. A veces se había acercado al bote para que él pudiera apreciar su cuerpo entero mientras nadaba a su alrededor. No tenía cola de pez como en los cuentos que todos cuentan, ella era igual que cualquier mujer, excepto por el cabello, un cabello que parecía formado por hebras gruesas de oro blanco. Y como otras noches, ella cantaba suavecito dentro de su cabeza y él se quedaba tieso hasta que de pronto el sol pintaba el horizonte de rayas naranjas, rosas, violetas, azules. Nunca la veía de día. Ni siquiera sabía si podría verla cuando él quisiera. Hasta ahora, su trabajo como pescador había sido muy simple aunque a veces también peligroso; sobre todo cuando el mar se enfurecía y trataba de ahogar a todos los pescadores de aquellas costas, como para reponer con sus muertes la muerte de tantos peces que noche a noche caían en sus redes. Pero ahora Juan, el pescador, salía cada noche por un rumbo distinto a los demás a ver si encontraba de nuevo a la sirena que lo tenía atrapado sin anzuelo.
La primera vez que la vio, se encontraba alejado del resto de los pescadores porque la red de su barca atrapó varios peces grandes que iban en alguna migración y lo arrastraron más allá de la bahía donde se sentía seguro. Ahora estaba en zona un poco desconocida y de noche lo era más aún, cuando el mar aparenta dormir y sólo se esconde en espera de comer barquitas y grandes barcos. Juan intentaba zafar su red de todo el banco de peces que intentaban romperla, cuando le pareció ver un rostro en el agua. Del susto soltó la red y los peces se la llevaron mar adentro. Tenía miedo de volver a asomarse por la borda de la lancha, pero pensó que tal vez sería un cuerpo ahogado. Se inclinó sobre el borde y se asustó más cuando vio que ahora toda la cabeza estaba fuera del agua. Pero no gritó, se quedó sin habla, casi sin respirar, con el terror a lo desconocido que se apodera de nuestros huesos y sentimos que el tiempo ni siquiera avanza. La sirena -porque era una sirena, no tenía la menor duda- lo veía con sus grandes ojos amarillos llenos de pestañas largas que parpadeaban lentamente. La piel no tenía escamas como decían las historias, sino parecía una piel suave, como de durazno, delicada. Y comenzó de pronto a silbar muy quedito, casi sin mover los labios. Quedito. Poco a poco el sonido aumentó hasta que el pescador perdió el sentido. Cuando despertó, su lancha estaba atada al muelle y los demás pescadores lo veían extrañados. Comenzó desde entonces su fama de borracho y mal pescador. Por las noches no pescaba nada y por las mañanas contaba historias que nadie creía. Pero a Juan no le importaba. Sólo quería que llegara la noche para salir en pos de su criatura marina. Porque a él le parecía bella. Lo llenaba de miedo verle acercarse, pero más miedo le daba perderla. Que no llegara a su cita alguna noche lo hacía desvariar sobre cómo vencer su miedo para hablarle de amores y sueños de amores. De sueños.
Pasaron así varias semanas, hasta que Juan estaba en los puros huesos. Ya casi no comía, aparte de que no pescaba nada, no tenía hambre. Por las mañanas dormía en su bote y por las noches se internaba en la parte del mar que todos los otros pescadores temían. Estaba solo, solo con sus temores, solo con esa voz dentro de su cabeza, solo con su sirena. Ella nadaba suavemente alrededor de su lancha, mientras Juan escuchaba relatos de mares remotos, tenebrosos abismos, profundidades llenas de horrores desconocidos, de monstruos y bellezas marinas que nadie jamás ha visto. Todo dentro de su mente, imágenes que lo petrificaban y lo hacían sentirse como una estatua de arena sobre su propio cuerpo. Poco a poco sentía que se iba desmoronando, una arenita caía desde sus cabellos hasta que todas se precipitaban hacia abajo, hacia el mar. Entonces comenzó a sentir que nadaba, el agua entraba y salía a través de su cuerpo. Ahora la luna se veía abajo y no arriba. El cielo no tenía estrellas, tenía olas. Ahora la sirena estaba a su lado, frente a sus ojos, con las piernas atadas a sus piernas, con su cabello enmarañándose en todo su cuerpo de pescador ya sin miedo. Porque ya no sentía miedo, ni estaba tieso, ahora se sentía vivo por primera vez, toda la naturaleza crecía dentro de él mismo. El mar era él, el cielo era él, los cantos de la sirena ya no eran para él, eran él mismo, ella era él mismo, Juan ya no era Juan, era un pequeño pedazo de todo el universo dentro del estómago de un ser tan horrible, como la horrible boca que lo despedazó en segundos con todo y su bote.


UN GALLINERO FUERA DE LEY
María Soledad Popper

Mi abuela cada cierto tiempo descorría la cortina de la única ventana que daba a la calle y observaba con atención y  cada vez con más nerviosismo los afanes del técnico de la compañía de electricidad encaramado en el poste de luz.
—¡Que no se le vaya a ocurrir al gallo cantar justo ahora! —se decía preocupada y regresaba cabizbaja al quehacer de las ollas.
El vecindario  donde estaba ubicada su casa llevaba varias horas sin energía. Durante toda la mañana  había observado, escondida tras el visillo, a sus vecinas que  pasaban por la calle y  se detenían a mirar intrigadas hacia lo alto del  poste, con la  mano en que llevaban la bolsa de las compras en la cintura y con la otra tapándose la boca como intentando resolver algún acertijo.
Cuando en una ocasión se juntaron varias de ellas y comenzaron a conversar  agitando las manos con enojo, señalando y volteándose todas al mismo tiempo hacia su casa, mi abuela cerró bruscamente la cortina y exclamó algo divertida:
—¡Trágame tierra! De seguro no pudieron ver las telenovelas de la mañana.
Mi abuela había nacido y crecido en el campo, entre las labores de la tierra y la crianza de animales domésticos. Por eso, cuando se casó y se fue  a vivir a la ciudad, mi abuelo dejó  lugar en el patio para un variado jardín, que mi abuela cuidaba con esmero, y un gran gallinero, que bullía de vida, oculto bajo la sombra de una frondosa higuera.
Hacía años que había salido una ordenanza municipal, con motivo de la salmonela y otros bichos, que prohibía la crianza de aves en casas particulares. Pero mi abuela no se daba por enterada; a su edad ya era difícil cambiar sus costumbres y, por lo demás, hasta ese momento nunca nadie se había enfermado por comer sus patos al horno o las cazuelas de pollo o gallina  que ella aderezaba sabrosamente. Sus aves eran criadas con el maíz que ella misma, con tanto trabajo,  se preocupaba de secar y guardar en el verano y, por eso mismo, eran más sanas que cualquier animal  nacido en incubadora y alimentado quizás con qué porquerías —como solía decir ella, con mucho donaire.
Esa mañana se había levantado antes de la aurora. Después de regar sus plantas, recoger una que otra fruta  y cortar algunas hojas verdes, molió el maíz en la máquina manual, mezcló en un balde el pan añejo con agua y entró al gallinero. Primero, barrió  bien el piso de tierra apisonada, luego vació la mezcla de pan en los pocillos para los patos, esparció el maíz  para las gallinas, distribuyó las frutas y verduras en los cajones manzaneros  y repuso el agua.  Finalmente, abrió las puertas de las jaulas donde dormían las aves y las dejó sueltas, como era lo habitual, embuchando el banquete a destajo. Cuando iba de regreso hacia la casa, cargando la canasta con los huevos frescos, tenía el presentimiento de que algo se le estaba olvidando, pero  el sol ya había salido  y mi abuelo la esperaba impaciente para desayunar escuchando las noticias mañaneras de la radio.
 —Ya me acordaré —se decía, meditativa.
Fue cuando estaba en la cocina, lavando la loza del desayuno,  que escuchó un aletear pesado y desordenado; al levantar la cabeza hacia la ventana que daba al patio, vio pasar a tres  patos en fila, elevándose con dificultad y graznando ruidosamente, rumbo a la calle.
—¡Virgen Santa! ¡Los patos nuevos! —exclamó horrorizada mi abuela.
Los patos fugitivos,  aprovechando la energía que les había prodigado la abundante  comida de la mañana y siguiendo el llamado del instinto que su nacimiento en cautiverio no había logrado mitigar, emprendieron por primera vez el vuelo y, sin poder resolver su inexperiencia, volaron con inusitada torpeza a estamparse directamente en el transformador de la calle.
Una  gran explosión, acompañada por un fugaz resplandor —y tal vez un fuerte olor a pato calcinado que nadie llegó a sentir— dejó muda la radio e hizo  saltar por los aires las tazas que mi abuela en ese momento sostenía en sus manos.
Entonces recordó —¡Santísimo Dios! ¡No le recorté las alas a los patos nuevos!


domingo, 19 de abril de 2015

¿Y EL AGUA QUE ENTRARÍA CANTANDO AL PUEBLO?

El Sol del Bajío, Celaya, Gto.


¿Y EL AGUA QUE ENTRARÍA CANTANDO AL PUEBLO?
 Poesía de Herminio Martínez (+)

“Bendito sea Dios que los alimentó con panes...
si hubiera bastado con hierba.”
Herminio Martínez

Ya llegó el circo. Desfilan caravanas de colores sobre las calles llenas de baches mal tapados de nuestra cajetera ciudad. Los gritones de feria prometen todo lo que se puede prometer. Los actores son los mismos, pero en diferente papel. Se reparten los pedazos del pastel entre los invitados. El pueblo sólo mira, aplaude, chifla, grita, se une, se separa, se anima solo, solo se desanima. Ahora sí se va a poder, ahora sí nos van a respetar. Ahora sí, pero no. ¿Cómo que no, si ya hasta nos prometieron que va a caer maná del cielo? Pero... ¿se acuerdan de las promesas de hace años?
Herminio Martínez, el poeta de Machigua, siempre con la sensibilidad a flor de piel, con las metáforas cargadas de conciencia social, preguntaba... ¿Y el agua que entraría cantando al pueblo?
Julio Edgar Méndez



A TI, REVOLUCIÓN
Herminio Martínez

1
¿Quién lee el periódico a estas horas
en que todos sabemos que amaneció nublado
y no hay otra noticia que el sollozo
de los que ven perdida la hipoteca?
¿A quién consolarán tantas reuniones?

Lo que nos interesaría ya se sabe:
Un ministro conmina a las naciones,
un empresario pone cara de ángel,
un boxeador golpea con su retiro,
un cardenal opina sobre el sexo,
una pintora cree que ha reencarnado,
anuncian con gran ruido las memorias
de un poderoso ex funcionario público,
le habla el zodiaco a su feligresía,
la sociedad se yergue en cada página
donde algunos preguntan con la frente
si Dios será un cigarro o un vehículo.

Está el planeta con su luz de neones
y todo lo demás que conocemos:
que los intelectuales se acometen,
que el dinero crea hombres de la nada,
que es más feliz el salteador corriente,
que hay un país donde la muerte ha puesto
su trono entre la gente con más hambre,
que la contaminación se ha incrementado
y que pronto veremos cómo caen
pájaros, hombres y ángeles a tierra.
El banco ya subió sus intereses.
Y un policía muy poco te consuela
cuando vas a sudar al urinario.

¿Qué importa si el tamaño de la dicha
acrecentó el volumen de los jueces
y a los demás les hizo el mundo de ámbar?
Hay que pagar, sangrando, la hipoteca
para que pronto pasen los veinte años.

El hombre es pobre. Es cierto.
El funcionario, erecto en su grandeza,
se asoma a contemplar el universo,
mientras acá nos llegan los ronquidos:
esas voces opacas de los poros,
la suma que encadena reflexiones
-como reses a un palo- a la desgracia.
Papeles a caballo y por micrófono
cuando el esplendor busca sufragios.
Papeles que dan frío más que esperanzas.
Papeles con los lunes llenos de hoyos.

Uno podría dar sombra y caracoles,
pero llega en misión el freno negro
y pone a tu silueta de rodillas:
papel para pagar los intereses,
papel para pagar la indiferencia,
papel para pagar una hora de agua
y la multa atrasada del vehículo
o el impuesto que sólo come carne.

Papel para pagar el avalúo,
papel para cubrir la dura deuda
que dura más en cuanto más se paga.
Cúmulo de jamón y de gusanos
que rebasó las cuentas de tu lápiz.
¿A qué andar jubilosos, pues, entonces,
con todos los periódicos que avisan
que el Presidente regresó de un viaje?

2
Hay algo en el azul de esta mañana.
Algo que no se ve pero se siente
agazapado en cada transeúnte.
Delante de las frondas del descanso,
en el trono esplendente del prestigio,
detrás de la presencia imponderable
que es el poder sentado junto a un águila.
Un algo que nos mira y nos acecha
desde ciertos señores que están rotos
del hígado y por eso amargan tanto.
Hombres de cascabel y de corbata
con brillos en la punta de sus pómulos.
Un algo que es enorme por lo grueso
y feroz por la forma de su imagen.
¿Qué será? Me preguntan azorados
los que al igual que yo lo desconocen.
¿Acaso el mal carácter que anda en muchos?
¿La espuma neurasténica de tantos?
¿Será la envidia con su piel rugosa?
¿La hipocresía creyéndose importante?
No se puede saber si es una especie
letal por la manera de su aliento,
que se come a la vida de un mordisco.
Uno se cansa de buscarle el rabo
y él se endereza más en sus cubiles
donde oficia el ritual de su progenie.
Hay algo en el azul que nos ahuyenta
con el hollín que emerge de su entorno
y la sangre quemada de sus párpados.
Un destino con ojos y mandíbulas,
una verdad con uñas en la imagen,
una lengua salida del estiércol
a hablar de los demás con muchos dientes
y canas en la sien, desde el periódico.
Es algo con facciones de político
y protervo perfil de catedrático,
inconfundible por su ser de rata,
metido en el tamaño del encono.

3   
¿Desde cuándo el dolor ara en tu pecho
con pardas yuntas de gobernadores?

¿Desde cuándo los hijos se te enarcan
sobre la ardiente flor de la diarrea?

¿Cómo plancharle el entrecejo al viudo
y al huérfano zurcirle el entusiasmo?

¿Cómo quitarle una puntada al triste
y enderezarle el muelle al paralítico?

¿Cómo besarle el sabañón al sucio
y bajarle algún nardo de la luna?

¿Cómo sacar del túnel al minero
y lavarle lo verde hasta encontrarlo?

¿Cómo darle un pulmón al que se asfixia
en cualquier avatar de la carencia?

Se sufre cuando anuncian los ministros
que ya vas en el tren del alfabeto.

Se sufre cuando baja el Presidente
a rascarse la patria con discursos.

Déjalos deletrear tu calavera
cuando hablen de sí mismos en su altura.

Cuando a los diputados se les prenda
el foco de tu nombre en la tribuna
y el alcalde, sentado en sus razones,
diga que ya te hicieron una clínica,
ponles una criatura ante los ojos,
de ésas que no ha probado aún la historia,
y que lo juren, entonando el himno,
por las tierras a cuadros de sus feudos.


¿Y EL AGUA QUE ENTRARÍA CANTANDO AL PUEBLO?
Herminio Martínez

Sentado en estas piedras,
recuerdo aquéllos hombres
que sacaban a orear nuestro silencio.

Mis padres ya no viven
en ninguna memoria de estas casas,
lo mismo las personas que venían
a lavar su orfandad en el barranco
o coserle los fémures al agua
con las propias agujas de sus huesos.

Desde entonces sabíamos
que el voto ciudadano no da lápices
para aprender a deletrear el mundo,
ni es cierto que tendríamos una clínica,
ni agua entubada, ¡menos luz eléctrica!
ni una placita para que la gente
paseara de la mano los domingos.

Tampoco aquel camino que soñábamos
para los pies descalzos del futuro.
Y el agua que entraría cantando al pueblo.

Hablo en tu nombre y se me nubla el mío
como si fuera a acariciarme un ánima.
Me pongo a meditar hacia el mezquite
y se me viene un llanto de puntitas.
Tu recuerdo no sabe a cómo estamos.

¿Hasta cuándo –me rasco- habrá estas sombras
manchando como buitres nuestro cielo?
Los pobres sólo existen en el mundo
de votos que hacen dios a algún político.

Los desheredados mal empiezan
su mañana rodeada de carnívoros.


EN UN LENGUAJE DE VAPOR ERECTO
Herminio Martínez

Aquí están las laderas de los parques,
habla el calor en un tono que suda.
Cada semana al sauce
en su sombra le crece un cuerpo de hombre.

Aquí están las ranuras, semejantes
a un árbol de mordidos pensamientos.

En su falso fulgor el sol enseña
una verdad en capítulos de tizne.
Y yo que vengo a gritos de otros árboles,
tengo que leer metido en ramas de óxido.

Oh muchacho de ayer con padre y madre,
retoño de un rumor en la hojarasca
y tan hombre en la cumbre de una pena.

Viniste a revolcarte en tos de escombros,
a fajarte el desdén cada minuto,
cuando a hocicazos se te va la bestia
encima con su olor de perro muerto.

El crepúsculo ya se está fumando el día,
la floresta se ha vuelto cripta de ecos,
llamarada que lame las paredes
a los pies de ese polen y ese polvo.

La ciudad tiene trenzas
y a veces blancas lágrimas
para que la confundamos con las nubes
y hallemos, en sus láminas,
frescos aún los pasos de la lluvia.

Conversa con las casas
en un lenguaje de vapor erecto,
hace las veces de sillón
para que se siente la pereza
a ver cómo la sed y la fatiga se van dando,
vestidos de obispado o de gobierno.
Entra a mi ingenuidad con el poder en su alma.


POR TUS CABELLOS EN QUE LLORA EL POLVO
Herminio Martínez

Y aunque te canten,
y aunque te deleiten
con una olla de barro llena de agua
o un taco de carnitas y una coca,
¡no les creas aunque su habla ande en muletas!

Aunque te den abrazos
y aunque truene
el prólogo estupendo de la lluvia,
aunque te coloquen
un ramo de estrellitas en el pelo,
por tu herrumbre, tus párpados, tus pechos,
¡por  tus huesos a mano no les creas!

Por tus hijos que nadie ha remendado.
Por tus cabellos en que llora el polvo.
Por tus sueños despiertos a la nada.

Ahora es natural como una mano
diciendo adiós atrás de la neblina.

Pero aunque te lo firmen y no acabes
de comprender la sombra que es su aprecio,
obsérvalos, si quieres, es su estilo,
pero no pongas a asolear tus creencias.

Aunque te hagan reír, aunque te canten,
aunque se pongan rojos como un chile,
aunque vengan con séquito de líderes,
aunque citen al Papa y lleven dientes
donde campea el espíritu del oro,

¡no les creas, no les creas, aunque comulguen!

domingo, 12 de abril de 2015

LOS QUE VIERON Y VIVIERON LOS COMBATES DE CELAYA

El Sol del Bajío, Celaya, Gto.


LOS QUE VIERON Y VIVIERON
LOS COMBATES DE CELAYA
Del 6 al 15 de abril de 1915

Crónicas históricas de los archivos
del maestro Herminio Martínez (+)

Entre los miles de vecinos y visitantes circunstanciales en armas que vieron y vivieron los combates de Celaya, y que incluso sobrevivieron para contarlo, de acuerdo con sus específicas vivencias, presentamos a continuación cuatro testimonios que nos ofrecen un cuadro fragmentario pero connotativo de aquellos hechos, y que desde sus correspondientes atalayas contribuyen a ilustrarnos con bastante elocuencia: Se trata de un niño curioso, y de un personaje con responsabilidades oficiales; y de dos soldados adscritos al constitucionalismo, tres de ellos originarios de Celaya.


1.
Como dice Velasco y Mendoza, ante la inminencia de los combates, los celayenses optaron por ocultarse en el intento de no ser blanco de las balas, pero hubo algunos que por su edad no medían el peligro, como el mozo de 13 años, Antonio Noria Muñiz,  que viviendo desde 1911 en la calle de Manuel Doblado, en las cercanías del sitio en que se estableció la línea de fuego, notó el desconcierto de los vecinos cuando el 4 de abril llegaron los carrancistas, acampando en el lado poniente de la población, muy cerca de la fábrica de alcoholes "La Internacional" (Segundo sector: 2º Batallón de Sonora, con el teniente coronel yaqui José Amarillas, al mando).
Con otros chicos de su edad, acudieron a curiosear al campo carrancista, ante la novedad que originó la llegada de la gente armada. De inmediato encontraron allí ocupación, ya que los propios soldados les pidieron que consiguieran pastura para los caballos, en tanto las soldaderas, les encargaron elementos para cocinar.
El día 6 por la mañana, una parte de los carrancistas dejaron el campo, tomando el camino antiguo que conducía a Salamanca, haciendo estación en el cerro de "Las Brujas" (ahora Villahermosa), frente a El Guaje (ahora Villagrán).
Como a las once de la mañana, cuando el niño Noria Muñiz llegaba con una carga de pastura al campo carrancista, oyó a las soldaderas que gritaban: "¡'Ai viene el enemigo!". El mismo grupo de muchachos que hacían los mandados, ayudaron a las mujeres a buscarles acomodo, trasladándolas a un solar de un señor Segura, por la calle Real (ahora Hidalgo).
Por los rumores que pronto circularon, los carrancistas que habían salido por la mañana acampando en el cerro de "Las Brujas", habían sido derrotados por los villistas que venían camino a Celaya, a confrontarse con las fuerzas de Obregón.
A las 3.30 de la tarde, escuchó los primeros disparos villistas, cuya gente estaba a inmediaciones del rancho de Estrada.
Al poco rato, Antonio vio pasar un tren cargado de yaquis que pararon frente a "La Internacional", dispuestos a hacer frente al enemigo que se aproximaba. Un grupo de 30, portaban unos tamborcitos que utilizaban para las contraseñas, situándose cada uno a una distancia convenida, mientras los soldados tomaba sus posiciones, apostándose uno de otro a un metro de distancia.
El padre de Antonio, consciente del gran peligro que corría la vida de su hijo, acudió en su búsqueda y lo encaminó a su domicilio, en cuyo interior pasaron lo más cruento de los combates. El chiquillo percibía las balas "como si una olla con maíz estuviera a la lumbre", en tanto observaba que sus hermanos mayores cavaban un hoyo, para resguardarse de las balas (un remedo de las famosas loberas, tan caras a la estrategia de Obregón). En las remembranzas del muchacho, el primer encuentro con Villa terminó el 8 de abril.
En el segundo ataque, recordaría Antonio que las tropas villistas llegaron por el rumbo de la hacienda de San Nicolás, el día 13, y dos días después las fuerzas obregonistas se agenciaban la victoria, con un descalabro estrepitoso para el enemigo, pudiendo observar que los muros de "La Internacional" habían quedado "como cedazos", junto con otros muchos deterioros en algunos edificios de la ciudad, "por las bombas que alcanzaron a llegar a la zona urbana".
Por lo que se refiere a los muertos que quedaron sembrados en el campo, el curioso mozalbete contempló que hasta el día 25 de abril fue posible "que les echaran paladas de tierra", encargándose de estas fúnebres labores "personas que de la calle eran llevadas a realizar ese trabajo".
Al cabo de los combates, fue tanto el parque que se quemó, "que en la estación del ferrocarril compraban a veinte centavos el kilo de casquillos".

2.
Otro superviviente, cercano al Presidente Municipal J. Luz Ramírez, por haber sido su Inspector de Policía, lo fue Silvano Velázquez Ayala, que en 1915 contaba con 27 años de edad.
Originario de Pénjamo, Gto., a la edad de 8 años llegó al vecino poblado de Rincón de Tamayo, donde creció, para más tarde dedicarse a la administración de algunas haciendas.
Se encontraba en la hacienda de Roque, cuando las fuerzas del general Lucio Blanco acamparon allí. Él continuaba en sus labores, mas como "a cada semana era víctima de las arbitrariedades de la gente del general Blanco [convencionista], y semanalmente tenía la necesidad de comprar nuevo caballo", hubo de radicarse finalmente en la ciudad.
El 3 de abril de 1915, cuando se acercaban las fuerzas carrancistas a Celaya, el entonces alcalde, J. Luz Ramírez (que a la sazón tenía un negocio de ropa por la calle de San Elías, hoy Corregidora), mandó llamar a Silvano, con quien llevaba buena amistad, para comunicarle que él presentía que la ciudad iba a ser escenario de algún combate revolucionario, ya que las fuerzas de Álvaro Obregón se aproximaban, en tanto que las de Francisco Villa acampaban en Irapuato, en espera de refuerzos provenientes del norte. Le pidió su colaboración y él se puso a sus "incondicionales órdenes", diciéndole que en lo que creyera conveniente, lo ocupara. El señor Ramírez le dio el cargo de inspector de Policía.
Al día siguiente, 4 de abril, arribaron a la ciudad las fuerzas del general Cesáreo Castro, quien se presentó en la Inspección, para pedirle "que abriera la cárcel, que tenía deseos de conocerla".
En la cárcel (ex convento de San Agustín), una vez que entraron el general Castro y sus ayudantes, se oyó "un grito ensordecedor" de los presos: "¡Viva la Revolución! ¡Viva el general Obregón!".
Ante aquellas aclamaciones, el jefe militar subió a la parte superior del penal para proponerles a los presos que si querían su libertad, engrosaran sus filas, lo que aceptaron los reclusos en su totalidad, viéndose ese día desierto el penal de internos, que en palabras de Velázquez Ayala, "fueron a luchar por los ideales de la Revolución".
También recordaría la entrada del general Obregón a Celaya, y de los frecuentes contactos que tuvieron "por las necesidades de la guerra", así como de su primer encuentro con el general Joaquín Amaro Domínguez.
Uno de esos días, el general Obregón lo mandó llamar, exponiéndole que él tendría que estar atento a sus órdenes, para que la policía de Celaya lo auxiliara.
En estas circunstancias, en una oportunidad lo llamó Obregón para que llevara unos bultos envueltos en petate y flejados, al campo donde se emplazaban las fuerzas del general Amaro. Silvano buscó a éste "por el lado norte de la ciudad", entregándole los bultos que le enviaba Obregón. "Amaro los recibió, ordenando de inmediato fueran desenvueltos". El contenido de los paquetes eran "uniformes a rayas azules y blancas", que deberían usar los soldados de Amaro. "Ese fue el origen de los 'Rayados de Amaro', mote que tomaron para el resto de la revolución", y que estuvo motivado en la inicial desconfianza que le inspiraba al divisionario sonorense el general Amaro, por sus recientes aunque efímeras simpatías por el villismo, trocándose en lo sucesivo, en uno de los más confiables militares tanto de Obregón como de Calles, siendo Secretario de Guerra y Marina con este último.
El inspector alcanzó a ver que Amaro tenía a la mano los aparatos de telégrafo que lo comunicaban con el cuartel de Obregón, instalado en el templo de San Antonio, y siguió con atención las peripecias que se produjeron en los días de los combates, "aciagos para la ciudad, cuyas calles estuvieron desoladas en el transcurso de esos días". Ante los muchos riesgos que iban a afrontarse, muchos efectivos policíacos se negaron a seguir portando el uniforme. "Pasados los días de batalla, quedaron los campos cubiertos de sangre y sembrados millares de cadáveres. Para sepultar a los caídos se ocupó mucha gente y una vez desocupados los campos, se quemaba petróleo para desinfectarlos".

3.
Por su parte, José Alvarado Gil, originario de Jerez, Zacatecas, fue un combatiente carrancista que se encontró en Celaya en aquel azaroso mes de abril. Entonces contaba con 24 años de edad, y también guardaría muy fresco el recuerdo de acontecimientos en que fue actor en la primera línea de fuego.
Previamente, cuando se levantó en armas Venustiano Carranza con el Plan de Guadalupe, Alvarado Gil fue enviado a la División del general Lucio Blanco, en la Brigada de Caballería del 28º Regimiento, bajo las órdenes del Jefe de Brigada, Gonzalo Novoa.
Luego de que el carrancismo ocupó la ciudad de México, tras el Tratado de Teoloyucan, el destacamento del que formaba parte Alvarado Gil ocupó la residencia del general porfirista Manuel González de Cosío, en San Ángel. "En el saqueo —confesaría más tarde— hicimos suaderos para nuestros caballos con las cortinas de la casa, pisoteamos los muebles, etc., todo lo que se acostumbró en la Revolución".
Con motivo de la escisión que se registró en el constitucionalismo, los villistas o convencionistas marcharon hacia el norte y los carrancistas o constitucionalistas salieron por Atzcapotzalco, llegando a Villa del Carbón, cercana a Atlacomulco; de allí se desplazaron a Acámbaro y luego a San Luis Potosí, donde su contingente resultó derrotado por los antiguos aliados.
Nuevamente avanzaron hacia el sur, y en San Felipe Torres Mochas volvieron a ser derrotados por la gente de Villa, saliendo herido Alvarado de dos balazos en la pierna izquierda, recuperándose gracias al cuidado de unas monjitas, al caer prisionero de Villa, con cuyas formaciones se dirigió a Celaya, al encuentro de las fuerzas de Obregón, contra las cuales peleó, estando presente "en la quemazón de alcoholes 'La Bética', que él recordaría como "un edificio de tres pisos, que lucía pintura roja en sus muros".
En un descuido de sus transitorios compañeros, aprovechó para reincorporarse con sus anteriores tropas, ubicándose en el cuartel de San Francisco (el antiguo convento del mismo nombre), cerca del cual existían los baños homónimos, donde se tomó algunas abluciones, unas veces de medio placer, por 5 centavos, y otras de placer, por 10 centavos.
En las filas carrancistas libró el segundo combate, que se inició el 13 de abril y terminó el 15. Una vez obtenida la victoria, siguió él con rumbo al norte, sin separarse ya más de las fuerzas obregonistas, dentro de las que alcanzaría varias medallas al mérito y ascensos, como el que le confirió en 1925 el general Joaquín Amaro, siendo Secretario de Guerra y Marina, que le otorgó el rango de teniente de artillería.

4.
Otro soldado carrancista, Juventino Martínez Estrada, era mucho más joven que el anterior cuando participó en los combates de Celaya.
Militante del Regimiento del general Alfredo Elizondo, Juventino nació en San Juan de la Vega, trasladándose a radicar a la cabecera del Municipio en el año de 1913, a los 15 años de edad.
En diciembre de 1914, cuando Elizondo llegó a la ciudad por segunda vez, a su regreso de la fallida Convención de Aguascalientes, el imberbe muchacho se dio de alta, animado por un tío suyo que ya formaba parte de aquellas fuerzas, que la primera vez que se habían posesionado de esta plaza, tomaron por cuartel general la finca que ocuparía la tienda de "El Cerrojo", es decir, la señorial mansión del matrimonio González-Valencia, en el céntrico Portal Corregidora.
Por instrucciones de la superioridad, las tropas de Elizondo salieron rumbo a Salvatierra, luego a Acámbaro, donde estuvieron 15 días, para después marchar a Zitácuaro, Mich., de donde habían llegado noticias acerca de que los zapatistas habían invadido aquella región michoacana. Acuartelados en Zitácuaro, de allí salían a combatir a la gente de Zapata, o a Valle de Bravo, o a Real del Oro.
En el mes de marzo abandonaron Zitácuaro, enfilando a Estación de Cazaderos, donde se unieron al ejército de Obregón, con quien siguieron el camino al centro del país. El Jueves Santo de 1915, 2 de abril, "sin necesidad de combatir", ocuparon Querétaro, que habían evacuado los villistas.
Aquí permanecieron hasta el Sábado de Gloria, cuando a las 8 de la mañana tomaron el camino a Coroneo, pernoctando en Jerécuaro. A las 5 de la tarde del Domingo de Resurrección, las fuerzas de Elizondo tomaban Acámbaro, después de que el general villista Carrera Torres abandonaba la plaza.
De Acámbaro salieron para Celaya el lunes 6 de abril a las 7 de la mañana, habiendo tenido noticias de que los Dorados de Villa venían al encuentro del ejército de Obregón.
El contingente de Juventino descansó en Tarimoro, hasta las 9 de la noche, cuando llegó un correo del general sonorense, ordenando que se concentraran en Celaya, por lo que se situaron en el camino viejo que va a Rincón de Tamayo, quedando allí a manera de reserva, porque ya se estaba librando el primer combate.
A las 7 de la mañana del día 7, después de que Elizondo había sostenido pláticas al respecto con Obregón, los mandaron a formar una línea por toda la vía, hasta el puente de fierro. Más tarde, cuando ya se había determinado la estrategia a seguir, los estuvieron destacando en partidas de 40 hombres, a unas barrancas que están frente al cerro de Merino, donde hasta que estuvieron todos reunidos, se puso en marcha el plan del general en jefe: hacer una salida en falso, para llamar la atención a los villistas y entonces cargar con la caballería por la retaguardia, cometido que cumplieron a satisfacción las fuerzas de los generales Alfredo Elizondo y Joaquín Amaro, con el coronel Villarreal como eficaz auxiliar, porque al cabo de algún tiempo empezaron a retroceder los villistas, "de los cuales quedaron más de cinco mil en calidad de prisioneros, además de una parte de la artillería".
Aunque los Dorados de Villa recurrieron una y otra vez a la carga, la resistencia de los obregonistas fue denodada y no la doblegaron. Personalmente, Elizondo ordenó a Juventino Martínez Estrada y compañeros, que mataran los animales que formaban el tiro de los cañones, lo cual hicieron, pero los villistas, no obstante esto, "lograron recuperar su artillería, mas no los prisioneros. Una vez recuperados sus cañones, nos siguieron hasta cerca de la hacienda de San Nicolás".
Entonces el general en jefe mandó un tren con carga de cañones, atacando al campo villista, siendo esto suficiente para que los Dorados emprendieran la retirada, mientras los obregonistas los perseguían hasta más allá de Cortazar. Así terminó el primer combate.
Juventino y sus compañeros acamparon durante tres días por el Barrio de la Resurrección, en unos solares pertenecientes de Pánfilo Maldonado. De allí pasaron al rancho de Bartolo Jaramillo.
El día 13, como a las 5 de la tarde, estaban haciendo el "lonche", cuando se empeñó el segundo combate: Se formó la línea de fuego, desde el rancho de Jaramillo, hasta la hacienda de Torres (cerca de donde se instalaría tiempo después la termoeléctrica). Por el rumbo de "La Internacional", estaba en su apogeo el segundo combate, "mas nosotros no gastamos un solo cartucho hasta el día 14 a las 7 de la mañana", ante el avance de las fuerzas enemigas de los generales José Prieto y José Inés Chávez García y del coronel José Altamirano. A los primeros disparos hirieron en la cabeza al mayor Leoncio Muñiz, del Primer Escuadrón al que Juventino pertenecía, principiando allí su intervención en el segundo combate, peleando todo el día y toda la noche. Cada dos horas "tiraban cajas de parque cerca de la línea de fuego".
Juventino condujo al mayor Muñiz al Teatro "Cortazar"  (sobre la Calzada Independencia, lugar en que eran atendidos una parte de los carrancistas heridos, pues otros lo eran en el Hospital Municipal). A pesar del estado de gravedad de Muñiz, "logró recuperarse perfectamente".
Cuando Francisco Villa emprendió la retirada, sus fuerzas debilitadas tomaron el rumbo de Santa María, yendo entonces los constitucionalistas en su persecución, hasta cerca de Salamanca.

Terminados estos combates, el general Elizondo les ordenó concentrarse en El Sabino, para tomar por Salvatierra el rumbo de Michoacán, en cuya capital, Morelia, se volvieron a encontrar con el general villista Prieto, que hubo de desalojar la plaza. Entonces Venustiano Carranza extendió el nombramiento de Gobernador para Elizondo, con quien combatieron, sin derrotarlas, a las fuerzas desmandadas de José Inés Chávez García y Jesús Cíntora.


A la memoria de Herminio Martínez

      Herminio Martínez, maestro, guía, luz, manantial, amigo entrañable y forjador de lectores y aspirantes a escritores. Bajo sus enseñanz...